viernes, marzo 28, 2025

CALDO DE POLLO CON ARROZ Y GARBANZO

 

Hoy fui de compras, me gusta recorrer poco a poco los pasillos de la tienda de autoservicio. También disfruto tomarme todo el tiempo del mundo para observar la infinidad de productos que exponen en los estantes, sé que son colocados estratégicamente para que se nos antoje comprar y comprar. Justo en eso iba pensando cuando. al llegar al área de carnicería, vuelvo a la realidad. 

Tomo las charolas que necesito: molida, fajitas de res, chambarete… Luego, las de pollo: pechuga, muslos, piernas… “Qué fácil es ahora”, pensé. Y es que actualmente sólo hace falta abrir el refrigerador, estirar la mano y tomar lo que uno quiera para tener al alcance cualquier producto que necesitemos para cocinar.

De regreso a casa fui desmenuzando esta reflexión y recordé las complicaciones cotidianas que tenía que sortear mi madre para poder ofrecernos un sencillo caldo de pollo.

Lo primero por hacer era revisar qué gallina o pollo de las que había en el corral estaba en condiciones para convertirse en alimento. 

Luego, corretearlo entre todos hasta que alguien, más astuto que el animal, lograba atraparlo y tomándolo de las patas lo entregaba como trofeo a mi señora madre. 

Ella, que no corría detrás del pollo, lo tomaba del pescuezo y de inmediato le daba vueltas y vueltas como si le estuviera dando cran a un coche antiguo. Mis hermanos y yo sólo veíamos como el animalito se iba poco a poco al cielo de las aves. 

Para entonces, la señora de la casa ya tenía hirviendo agua en una olla grande donde lo sumergía. Después de un rato, nos volvía a llamar para que le ayudáramos a desplumarlo. Luego, ella se encargaba de dejarlo en las mejores condiciones, cortándolo en piezas, para que alcanzara a alimentar a una familia de diez personas. 

¡Ah, era una delicia el caldo de pollo con arroz y garbanzo!… Yo, pechuga… a mi dame piernita… quiero el corazón y la molleja. Todos pedíamos la pieza preferida… Mi madre invariablemente se comía la colita. “A mí me gusta mucho”, decía. Y si sobraba un ala o la rabadilla también lo disfrutaba… o al menos eso nos hacía creer. 

Llegué a mi casa y, al guardar en el congelador las charolas de carne, no pude evitar un suspiro, no fue de añoranza, pero sí de nostalgia y agradecimiento, a mi madre por su gran amor a nosotros y a Dios por todas sus bondades. 

  

 

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