Por Jorge Chávez Mijares.
Querido lector, el domingo 5 de octubre de 2025, el Zócalo de la Ciudad de México amaneció con el pulso del país entero. Desde temprano, la plancha monumental —esa donde palpita la historia y se proyecta el poder— se llenó de banderas, globos blancos y miles de voces (los propagandistas del oficialismo calcularon unas 400 mil almas, aunque el fervor hacía que parecieran más) que aguardaban a la mujer que hoy encarna la continuidad de la Cuarta Transformación: Claudia Sheinbaum Pardo, la primera presidenta de México.
El escenario era una coreografía de símbolos. En el templete principal, veinticuatro sillas esperaban a los miembros de su gabinete. Una manta con la leyenda “La Transformación Avanza” enmarcaba el acto. La luz del mediodía caía sobre la piedra centenaria de Palacio Nacional, y en el aire había ese silencio expectante que precede a los momentos solemnes.
Apareció ella, vestida con un traje burdeos de bordados florales, sobrio y elegante. No había en su atuendo ni oro ni brillo: solo decoro y congruencia. Llevaba en la muñeca una pulsera roja discreta, en la mano la argolla matrimonial, y nada más. En tiempos donde la ostentación suele disfrazarse de autoridad, aquella austeridad estética fue su primer mensaje político.
Pero hubo otro mensaje, más contundente y sin estridencia: aquellos que en marzo le dieron la espalda “por descuido” fueron ahora relegados a una distancia física que, como en los viejos rituales del poder, proyectaba también una distancia política. La escena parecía susurrar entre las banderas: “Aquí la que manda soy yo.” En primera fila ya no estuvo la clase política, sino el pueblo, ese coro de miradas que llenaba la plaza con la fe de quien vuelve a ver a su elegida.
El aire, espeso de historia, parecía vibrar con una electricidad invisible; los murmullos de las corcholatas ausentes se confundían con el ondear de las banderas. Algunos decían que el viento traía mensajes antiguos, como si las piedras del Zócalo recordaran que los poderosos cambian, pero el pueblo permanece. En esa coreografía sin palabras, Claudia no necesitó levantar la voz: bastó con estar al centro para que el poder regresara a su órbita natural.
Acomodó el micrófono con serenidad, dio un paso atrás, descendió un escalón, volvió a subirlo. La multitud estalló. Desde ese instante, el acto dejó de ser un informe: fue una liturgia cívica, una comunión entre la líder y el pueblo, entre el discurso y la fe popular.
Durante una hora, Claudia Sheinbaum desplegó una lista exhaustiva de reformas, programas y obras. Habló de 19 reformas constitucionales, 40 leyes nuevas, y más de 80 obras estratégicas: trenes, carreteras, hospitales, presas, programas de agua y vivienda.
Enumeró con precisión los proyectos: el Tren Maya, el Tren Interoceánico, el Ciudad de México–Pachuca, el Querétaro–Nogales, los libramientos, las carreteras de Cuautla a Tlapa, de Tamazunchale a Huejutla, y las presas El Novillo, Milpillas, El Tunal II y Paso Ancho.
Era un catálogo de obra pública monumental, una rendición de cuentas convertida en epopeya. Pero más allá del listado, el tono era claro: un discurso de afirmación, no de autocrítica.
Nada se dijo del huachicol fiscal, ni del vínculo político entre Adán Augusto López Hernández y su secretario de seguridad, Hernán Bermúdez, dos temas que hierven en los bordes del poder. Tampoco hubo mención a los conflictos en aduanas, al déficit energético del norte, ni al desgaste administrativo que persiste en algunas dependencias.
Sheinbaum prefirió narrar un país en marcha, un México que avanza con cifras en mano y aplausos de fondo. Y sin embargo, su silencio estratégico también habló: gobernar —parecía decir su mirada— consiste en elegir cuidadosamente qué se dice y qué se calla.
Sesudo lector, en los pasajes de mayor resonancia, la presidenta reivindicó la herencia de Andrés Manuel López Obrador con tono de gratitud y continuidad:
“Andrés Manuel fue, es y será ejemplo de honradez, austeridad y amor al pueblo de México.” La oposición se revolvía en su enojo.
Esa frase, dicha en el epicentro político de la nación, consolidó su papel de heredera legítima del proyecto lopezobradorista, pero también marcó el inicio de su propio relato.
Habló de la reducción de la pobreza del 45 al 29 %, de 13.5 millones de mexicanos que salieron de ella, y de la brecha social que se redujo de 27 a 14 veces entre ricos y pobres.
Destacó el crecimiento económico del 1.2 %, el récord en inversión extranjera directa, el peso por debajo de los 19 pesos por dólar y la inflación controlada al 3.7 %.
Citó con énfasis el aumento del salario mínimo: 135 % en términos reales, con 420 pesos diarios en la frontera norte. En ese punto, incluso sus críticos asintieron: ahí no había retórica, sino hechos.
Debo decirte quisquilloso lector que la omisión también pesa. En el apartado de seguridad, Sheinbaum celebró una reducción del 32 % en homicidios dolosos entre septiembre de 2024 y septiembre de 2025. Mencionó con precisión once estados: Zacatecas, Chiapas, Jalisco, Nuevo León, Guanajuato, Sonora, Puebla, Tabasco, Estado de México, Baja California y Guerrero.
Sin embargo, omitió a Tamaulipas, donde el gobernador Américo Villarreal Anaya documentó una disminución del 59 % en ese mismo rubro. Una ausencia que sorprende, considerando que ese logro coloca al estado por encima de siete de los mencionados.
Un olvido quizá político, quizá técnico, pero significativo: la geografía del reconocimiento sigue marcada por las afinidades del centro, a aguantar callado.
De todos los puntos del discurso, me pareció que dos resonaron por su carga ética:
el rechazo absoluto al nepotismo y la prohibición constitucional de la reelección a partir de 2030.
“Ya no habrá reelección a ningún puesto de elección popular, y se prohíbe dejar como herencia un cargo”, declaró.
La frase, breve y contundente, recorrió el Zócalo como un viento moral. Los aplausos fueron inmediatos. Y en Tamaulipas —donde el alcalde Alberto Granados escucha atento las señales de Palacio—, más de uno tomó nota.
El discurso también rindió tributo a los pilares de la Cuarta Transformación: los Programas de Bienestar.
Los números fueron tan vastos como el Zócalo mismo: 850 mil millones de pesos en apoyos, 32 millones de familias beneficiadas, 13 millones de adultos mayores, 1.6 millones de personas con discapacidad, 3.9 millones de estudiantes, 415 mil sembradores, y 20 mil comunidades indígenas recibiendo presupuesto directo.
Era un inventario social sin precedentes, y en su ritmo enumerativo se percibía la convicción de que el bienestar popular es la nueva moneda del poder político.
Al final, el Zócalo era una ola humana ondeando al unísono:
¡Presidenta! ¡Presidenta!
El aire se llenó de confeti, de música y de esa emoción colectiva que los sociólogos y antropólogos llaman mística política.
Sheinbaum levantó la voz, con un tono entre épico y maternal:
“Mi compromiso es entregar mi alma, mi vida y lo mejor de mí misma por el bienestar del pueblo de México.”
La multitud respondió con la misma frase que selló el sexenio anterior:
“¡Es un honor estar con Claudia hoy!”
Fue un cierre de continuidad, no de ruptura; de afirmación, no de revisión. El Zócalo volvió a ser el altar del poder popular, la catedral civil de la Cuarta Transformación. Y en esa liturgia política quedó claro que el primer año de la Presidenta ha sido, sobre todo, un acto de fe: fe en la narrativa del pueblo, fe en la persistencia del proyecto, fe en que el poder —bien administrado— aún puede ser decente.
Querido y dilecto lector, el año de la Presidenta no se midió por la crítica ni por la rendición de cuentas, sino por la consolidación simbólica del liderazgo. En el Zócalo se habló de progreso, de justicia, de dignidad. Pero también se escucharon los ecos de los silencios: los temas no dichos, los estados no mencionados, las verdades que esperan su turno. Y el gran ausente, quizá por estrategia, fue Omar García Harfuch.
A fin de cuentas, la política —como la historia— no se escribe solo con palabras, sino también con lo que se calla y con los ausentes.
El tiempo hablará.
