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viernes, abril 19, 2024

EL HERMANO MAYOR

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POR: CARLOS ACOSTA

1 El árbol estaba en el centro del patio. A un lado de la noria. Cerca del molino de nixtamal. Era bello como el que más, alto como ninguno. Cuando querías ver sus más altas ramas, era inevitable que tus ojos terminaran viendo el cielo. Y eso te hacía sentir que conectabas con algo sobrehumano. Desde sus ramas, venía, además del aroma medicinal de sus hojas, un viento que solía decirnos los secretos de la tarde, los pormenores del día. De noche era silencioso. Al amanecer, desde sus ramas, era una fiesta de pájaros que, con su griterío, anunciaba la llegada del alba.

2 A mi abuelo le gustaba contar que, cuando lo trajo a casa, hacía poco más de setenta años, era todavía una varita. Cabía en una maceta hecha con una bolsa de plástico negra. Buscaron lugar en el patio. A mi abuela y a él, recién casados, les pareció que un buen lugar podría ser a un lado de la noria ya que esta, de manera permanente, siempre tuvo agua. Lo cuidaron. Lo regaban a diario y le pusieron un palito para que no creciera torcido. Una vez que empezó a desarrollarse, lo dejaron que siguiera su vida de acuerdo a la selección natural. Y logró vivir.

3 Fue así como creció.

4 Hay muchas anécdotas de eucalipto de casa de mis abuelos. Cuando niños, escuchamos la historia del hombre que subió al árbol en busca de huevitos de paloma. Para entonces el árbol ya era alto y su tronco muy grande. Aun así, el hombre de la anécdota subió. Fue entre el ramaje hasta encontrar un nido, en donde sospechaba había lo que él buscaba. Pero le quedaba en un lugar poco accesible. Así que se estiró cuan largo era, recostado sobre una de las ramas. Extendió todavía más el brazo derecho y, sin ver, introdujo la mano al nido. Tocó algo blando, lo tomó y, con decisión, lo jaló hacía sí. Grande fue su sorpresa, y aún mayor el susto, cuando vio que lo que extraía del nido era, no huevos de paloma, sino una víbora. Gritó una mala palabra, quizás fue ahijuela chingada o algo así, y con movimientos rápidos se deshizo de la culebra. Obvio es decir que, en dos o tres segundos ya había bajado del árbol. Quedó todo raspado de la cara y los brazos por la prisa en bajar y luego le entró, al igual que a los testigos de aquel momento, una crisis de risa incontrolable que les duró como dos horas.

Algo que, a mí, en lo personal, me gusta contar, quizás porque me parece haberlo vivido, es que cuando viajábamos, viniendo de El Mante a Morelos, desde la entrada a la curva de El Pachón, podíamos distinguirlo de los demás árboles, precisamente por su altura. Allá se ve, señalábamos desde la ventanilla del autobús. Mis hermanos y yo, estábamos seguros de ello. Y era una sensación, gemela de la alegría, hermana mayor de la felicidad.

5 También se cuenta que un día de lluvia, durante una tormenta eléctrica, estando los primos, Katina y Armando en la tienda de los abuelos, un relámpago cayó en el patio. Pero, suerte de eucalipto, le cayó a una casuarina que estaba a escasos tres metros de él. Fue un relámpago de tanto resplandor y un trueno de tal intensidad, que no fue posible describirlos por quienes los vivieron de cerca. A los primos, hubo que curarlos de espanto, darles cuatro barridas con albahaca, en cuatro días seguidos. La casuarina, al paso de los días, se secó. El eucalipto permaneció indemne.

6 Cuando, quien esto escribe, empezó con la insana costumbre de hablar solo, el eucalipto fue el mejor interlocutor. De pronto, la experiencia no fue que hablara para sí, sino que había descubierto a alguien al que podía decir todas las disertaciones posibles. Así que, no fueron pocas las veces que, de noche, a solas, se paraba frente al árbol y empezaba a hablarle. Le contó de los descubrimientos de la pubertad, ese mundo a desentrañar, uno entre miles de miles de chicos a los que sucedía y, sin embargo, sentir, y creer, que solo él estaba en tales circunstancias. También el eucalipto fue el primero en escuchar, de su propia voz, dada su tendencia a mantenerlo en secreto, los primeros versos que escribía, se habla de una edad entre los dieciséis y dieciocho años.

7 También fue medicina, té de hojas de eucalipto para la tos. Sombra, al amparo de la cual nos sentábamos, en rueda, la familia a conversar. Soporte de lámpara, cuando en lo alto de su tronco se colgaba un reflector que alumbraba todo el patio, donde, de noche sucedía una fiesta. Multifamiliar de pájaros, aunque se diga que el eucalipto es el árbol menos interesante para las aves, en este, debido, tal vez, a su altura, vivían ahí, no sé, pero debieron ser, entre pijuyes, maceros, tordos, soldaditos, palomas moradas y tulinches, quizás doscientos o trescientos. Escenario del Pijuy, que todas las mañanas, desde sus ramas nos llamaba con su trino. También fue generador de sueños, por él se han suscrito versos y dibujos, historias y recuerdos. Relatos, como este, por ejemplo.

8 El día en que lo derribaron, ahí estaba mi abuelo. Fue testigo del suceso. Parecía triste, pero en esa época él ya andaba cerca de los cien años, y en esos tiempos sus ojos parecían estar en llanto permanente. Había que verlo ahí, sentado en su silla de madera y tejida de palma, a medio patio, con su aspecto de un anciano frágil y los ojos anegados. Fue cuando se acordó que lo había traído a casa siendo una varita.

9 Uno de los nietos, llevó a su casa, trozos cortados por la sierra eléctrica, de ramas del eucalipto. Él mismo lo pidió, por favor, a los hombres que talaron el árbol. Los barnizó. Les puso en uno de los extremos una capa de hule espuma cubierta con vinil. Formó así varios banquitos, en donde uno se puede sentar, que formaron parte de la sala de su casa.

10 Debo decir que ya en otros días, hace algunos años, he publicado varios textos inspirados en el eucalipto de casa de mis abuelos. Unos sencillos, otros entrañables. Quizás he llegado a la edad en que se cuentan una y otra vez los mismos recuerdos. Tal vez el hecho de regresar a escribir, una y otra vez, acerca del árbol, no sea otra cosa, sino el imposible deseo de volver a verlo. Tenemos fotografías, muchas, pero lo que uno quisiera es tocarlo de nuevo, sentir en las mejillas el rumor de sus hojas, en el ambiente su aroma medicinal. Y ante la imposibilidad de hacerlo, una tarde como la de hoy, quedar en paz porque suceden letras como estas.

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