EL CANTANTE
POR CARLOS ACOSTA
Esta es la historia, o un guiño apenas de la historia, de un hombre al que, por prudencia, llamaré Benjamín. La escribo, pensando en que un personaje siempre tiene un encanto del que adolece la persona que en realidad es. Para que mis dedos se muevan con el bolígrafo o en el teclado, con la intención de escribir, les es preciso algo más que la sorpresa pura, mucho más que el asombro llano. Y eso, fue lo que sucedió con Benjamín.
Llegó al Café “El Refrán”, en donde, un grupo de amigos, nos reunimos cada sábado a leer y conversar. Esta vez leíamos “El llano en llamas”, de Juan Rulfo: Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros. Benjamín se acercó. Era la primera vez que yo lo veía. Me pareció que rondaba los cincuenta; tenía el pelo entrecano y la mirada perdida. Era evidente su daño neuronal. Caminaba con dificultad. No hablaba, sino que masticaba un lenguaje chicloso e intraducible como si arrastrara la lengua, hecha nudo, dentro de la boca. Y emitía sonidos guturales, sin lograr, por lo menos, pronunciar una palabra.
Luego de unos momentos de estar frente a nosotros, empezó a balancear su cuerpo como quien buscara marcar un posible ritmo. Al mismo tiempo, los sonidos guturales intentaban crear una elemental, rudimentaria, melodía. Entrecerré los ojos. Una extraña sensación, que no sabría definir, me invadió. Podría haber sido pena sombría o dolorosa compasión. Está cantando, pensé, y cada poro de mi cuerpo, sintió estremecerse. Cantar siempre fue, para mí, algo muy cercano a lo sagrado. En casa, siempre se cantó: mi padre se ganó la vida como trovador en serenatas y cantinas; mi madre aprendió a tocar guitarra y a cantar, siendo su novia. Después, nosotros, sus hijos también lo hicimos. Luego, mis hijos. Y ahora aquí, Benjamín está, estuvo cantando, a su modo, unos segundos, una hora, tres días, no lo sé. Luego, abrí los ojos y ya no estaba.
¿Se soñaba cantante ante un público numeroso? ¿Imaginaba los aplausos? ¿Se habría perdido hace años en los abismos de una canción imaginaria? Fue un niño normal, dijo alguien, lo conocí en la primaria; era incluso un alumno brillante. Eso sí, se pasaba los días cantando. Pero un día, un mal día, algo sucedió, ni él supo qué fue; nadie lo supimos. Y ahora menos que nunca él podría explicarlo. No hay emoción más hermosa que cantar Benjamín, quise decirle; de verdad quise hacerlo. Pero ya no estaba.
*
Ahora que llegan los años de la tarde, cuando la gente cercana tiene serios problemas para seguir y se ahoga en sus propias incertidumbres o ya no sabe quién es, ni reconoce su casa, ni el mañana, ni el ayer; y cuando el abismo, que siempre estuvo cerca, ahora lo vemos con absoluta nitidez y casi a diario nos llama y no queremos ir.
Ahora que estamos en la fila del adiós, me viene desde muy lejos, un juego que siempre dio resultado y sé que hoy tampoco fallará: salgo al jardín, llevo en las manos un bote con piedritas, que ayer de noche preparé; y ahora, en este amanecer nuboso y frío, aspiro aire en abundancia y a la vez que agito el bote ruidoso, grito dos veces, pero escucho diez mil ecos: ¡uno, dos, tres!, ¡salvación por todos mis amigos! ¡Uno, dos, tres! ¡Salvación por todos mis amigos!