POR CARLOS ACOSTA
1
Los huizaches lo saben. La interminable vereda de choy parece no llevar dirección alguna. Un hombre y un perro caminan como quienes, a cada paso, van abriendo cortinas y cortinas invisibles de una recién nacida mañana. Persistente cantar de chicharras les rodea. De vez en cuando, desde lejos, un tanto apagado por la distancia, les llega un griterío de chachalacas.
2
Él, delgado de cuerpo y piernas largas, porta un sombrero de palma; mira su entorno con la avidez del que, día con día, con lo que pasa por su mirada, se sigue asombrando. El animal, de raza grande, pelambre rojizo y con una mancha blanca en la frente, lo sigue, como siempre, dos pasos detrás.
3
Llegan a las faldas de una loma pelona. Sólo algunos setos desperdigados entre el choyal y las leves ondas de un viento caliente, son las únicas señales de vida. Hacen una pausa. Permanecen de pie como retomando aliento para subir. Desde lo alto, una cruz de madera, de dimensiones considerables parece decirles, sigan andando, vengan a mí.
4
Los huizaches, que durante todo el trayecto los acompañaron desde las orillas del camino, en fila interminable, lo saben. Los dos andantes, muy temprano, antes del amanecer, habían salido de casa. Mientras empezaban su caminar, vieron las luces plateadas, rojizas y amarillas que de a poco iban apareciendo en el oriente.
5
Como de los dos, el que por su propia naturaleza puede hablar es el hombre, empezó a hacerlo desde que agarraron monte. Contaba de su diario vivir -minucias o desgracias según quien las escuche y el modo en que se cuenten-, de temas vagos sin aparente conexión que al final resultaban ser él mismo, su persona; y del venturoso riesgo de vivir; así lo dijo, “del venturoso riesgo de vivir”. Y como al animal, su condición de serlo le concede sólo ladrar, lo hacía cada vez que su interlocutor le concedía una pausa.
6
Este hecho, que podría ser estimado apenas como algo fortuito, era considerado por uno de los caminantes (o por los dos, a saber) como una charla que les aligeraba el recorrido. Y también hubo un tiempo para compartir silencios.
7
A veces, durante el recorrido, en el que nunca dejó de avanzar, el hombre permanecía callado, con la mirada atenta a la vereda de choy, al sempiterno ruido de las chicharras, al secreto micro-ulular del apenas viento. El perro, siempre detrás él, no ladraba. Hasta que, de nuevo, el dueño del habla retomaba la conversación. En estas circunstancias, no se dieron cuenta del modo como el sol fue escalando los cielos, al tiempo que en el entorno fue subiendo de manera inclemente la temperatura.
8
Pasan minutos, que de pronto se alargan como siglos. La cantimplora de agua fresca, la rala sombra de un mezquite cercano, ayudan mucho. Ahí hacen una pausa. Ambos retoman fuerza. Y se aprestan a subir. La loma, a cuyas faldas han llegado, no es tan alta, pero los kilómetros andados para llegar hasta aquí, además del fiero sol desde un cielo desprovisto de nubes, les han causado estragos.
9
Y le ponen de nuevo afán a sus pasos. Suben, como venían, sin prisa y con una convicción de la que sólo ellos son propietarios. Al tiempo que se acercan a la cruz, en el trayecto, saludan a uno y otro matorral; a veces con una mirada cargada de veneración, a veces inclinando un poco la cabeza.
10
Si en este momento alguien los viera de lejos, podría jurar que se trata de una aparición. Más que seres vivos, parecen fantasmas; más que caminar, dan la impresión de que flotan.
11
De ese modo llegan a lo alto. El hombre se acerca a la cruz. La madera, en barniz mate, luce íntegra. No parecen haber pasado los años por ella. Él, todavía recuerda cuando de niño, venía a verla. Su silencio se hace todavía más profundo, tanto como aquel que cambia la manera de percibir la realidad. Sus ojos, que no parpadean, ahora están fijos en un punto indefinible perdido en el horizonte.
12
El perro, con el hocico cerrado y mirada tristona, se queda sentado muy cerca de él. Inmóviles ambos, se podría decir, de no ser por sus imperceptibles respiraciones.
13
Se ignora lo que piensan y sienten (el hombre piensa, el animal siente, o viceversa) mientras miran la lejanía. Lo que viven en este momento, debe ser algo único -a decir por la paz de sus rostros- lo que del entorno perciben, lo que del silencio escuchan. Con el verdor de mayo en sus ramas y lo puntiagudo del sol en las espinas, los huizaches, desde su perfecta humildad, lo saben.