LLUVIA DEL CORAZÓN

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Por CARLOS ACOSTA

Mi padre, joven, sale de casa. Va a su trabajo. El horario es, de cinco de la tarde a cinco de la mañana. Bajo el brazo, lleva su guitarra. Él, es trovador en serenatas y cantinas. 

Yo ando en diez años. Lo veo desde la puerta. Va con paso rápido y cuerpo erguido. Su figura se aleja. Se pierde, en lo lejos de la calle. Algo me sobresalta. Me echo a correr. Sigo el rumbo por donde él, camina. 

Lo sigo, lo sigo. 

Pasan uno, dos, muchos años. Lo veo allá. Ahora tiene ochenta y dos noviembres. Está sentado en la banqueta de su casa. ¡Papá!, te quiero tanto. Me mira con sus ojos de niño: es el corazón, hijo. El corazón. Gracias.

*

Estoy sentado en la sala de mi casa. Escucho cómo cae la lluvia sobre los tragaluces. Todavía no amanece. El ruido que hacen los hilos de agua sobre las micas translúcidas, es apenas audible. El aguacero intenso ya pasó. 

Ahora es lluvia residual, algo así como una dulce llovizna que no cesa de caer. Me pongo de pie, me acerco a la ventana. El jardín ha reverdecido. En días pasados, a pesar de nuestros riegos (y ruegos) el pobre, estaba casi muerto. Así que la llovizna de estos días, vino a ser su salvación. 

El sauce, que después de ser un árbol seco gracias al picoteo repetido de un pájaro carpintero, y al que solo le había quedado una ramita, ahora es otra vez un sauce entero, con las ramas curvas hasta el suelo. La pequeña isla, del fondo, muestra su limonero, su corona de Cristo, la mata de plátano enana. Al fondo, casi llegando a la barda, el árbol de mango, Manila, cargado de frutos amarillos. 

Para mucha gente, un patio lluvioso, podría, ser nada. Para mí, lo es todo. Ahorita, aquí en la ventana, con un aire leve, fresco, en las mejillas y un silencio que, junto a mí, es testigo de la llegada del alba, creo que también uno, tiene el derecho de sentirse afortunado.

*

No me lo expliquen. No traten de hacerlo. Soy un hombre común; de los aturdidos por información a toneladas, de los ciegos con ojos abiertos. No lo entendería. No me es posible comprender el inmenso costo humano de la guerra: esa violencia expresada en su máxima escala. 

Es verdad que todos los días, de todos los años, del siglo veinte, hubo guerra en alguna parte del mundo. Y no aprendimos. Más bien, nos hemos convertido en la peor plaga para el planeta. ¿Tendrá razón, José Saramago, cuando afirma que, el ser humano, no tiene remedio?

Uno, como médico, busca preservar la vida, aliviar el sufrimiento. La guerra, por el contrario, causa destrucción masiva y muerte. El poeta busca la belleza, la conexión humana y expresar emociones profundas. La guerra, con su brutalidad y deshumanización, es la antítesis de ambos. 

¿Soy, acaso, la voz de muchos que, a pesar de oír, a diario, las razones superficiales de la guerra, no logramos reconciliarnos con la salvaje, irracional, existencia de la misma, en un mundo que debería buscar la convivencia justa y en paz? 

No quiero verme fatalista. ¿Asoma al horizonte, la Tercera Mundial? Locura de locuras. Sólo quedarían vivas, La Antártida y Sudáfrica. Perdón, que nadie me lo explique, yo no entiendo la estupidez y la soberbia de quienes hacen la guerra.

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