LOCURAS CUERDAS

Fecha:

Primer Informe de Alberto Granados. 

Por Jorge Chávez Mijares. 

Querido y paciente lector, el reloj marcaba las 11:51 cuando el recinto de Mundo Nuevo se transformó en un hervidero. El pasillo central se convirtió en un río humano: teléfonos en alto, flashes improvisados, miradas expectantes y aplausos que estallaban como fuegos de artificio. Entre empujones de seguridad y abrazos calculados, apareció el jovencito alcalde Alberto Granados, sonriente, repartiendo saludos, extendiendo la mano aquí y allá como si en cada apretón quisiera sellar un pacto instantáneo con la multitud.

A su alrededor, el oleaje de la gente lo arropaba: ciudadanos de pie, mujeres de cabello cano que extendían sus brazos, jóvenes que grababan con el celular en alto, funcionarios que intentaban mantener la compostura en medio de la marea. La escena parecía sacada de un teatro político barroco: un escenario repleto, un protagonista en avance triunfal y un coro ciudadano que aplaudía con fervor.

Era la entrada a su primer informe de gobierno, pero también el ritual de consagración de su imagen: la sonrisa amplia, el andar resguardado por escoltas, el contacto con la gente convertido en espectáculo, mientras las palmas no dejaban de sonar como un eco que anunciaba la legitimidad del momento.

La voz en off anunció con entusiasmo a diecisiete invitados especiales, aunque en el recinto había muchos más deseosos de aparecer en el libreto. La ironía —querido lector— fue que se nombró a Indira Paola López Carreto, senadora suplente de José Ramón Gómez Leal, pero no se mencionó a la senadora titular, Olga Sosa.

Su ausencia en la voz resonó más fuerte que cualquier presentación. En el aire quedó flotando un silencio pesado, como esas presencias que no se nombran pero que todos saben que están ahí. Entre los pasillos, algunos creyeron sentir un murmullo, otros una sombra que se deslizaba entre las sillas. Un fantasma político, intangible pero cargado de historias: apoyos sociales disfrazados de otra cosa, cifras que no cuadran. Nada se dijo, pero todo se entendió.

Y así, querido lector, en medio del bullicio y los aplausos, lo más elocuente fue lo que no se escuchó: el nombre ausente que flotaba como espectro en el Mundo Nuevo.

Querido lector, bajo la penumbra solemne del Mundo Nuevo se encendió una escena que parecía arrancada de un teatro antiguo: en la primera fila, tres rostros conocidos aguardaban como personajes invocados por el guion de la memoria. Jesús de la Garza Díaz del Guante, Homar Zamorano Ayala y Alfonso Sánchez Garza, ex alcaldes de distintos momentos, se convirtieron en un trío de testigos convocados por el destino para presenciar la puesta en escena del jovencito alcalde Alberto Granados.

Lo sorprendente no fue su presencia, sino su rareza: de once expresidentes municipales aún vivos, solo tres acudieron a la cita. El cálculo aritmético es sencillo, pero su peso simbólico resulta más profundo: la historia política de Matamoros, vasta y dispersa en nombres y heridas, se redujo a tres figuras sentadas lado a lado, como si el tiempo hubiese jugado a alinearlas para certificar con sus gestos que la rueda del poder sigue girando.

Allí estaba Jesús de la Garza, con gesto afable y aplauso solemne, como un patriarca bonachón que todavía encuentra gusto en los rituales públicos. A su lado, Homar Zamorano, me pareció en esta ocasión de semblante severo, la mirada más cercana al crítico que al cómplice, como si en su silencio cargara las cuentas del pasado. Y ahí estaba también, Alfonso Sánchez, con sonrisa amplia, relajado, emanando calidez, como quien entiende que en política, al final, todo se convierte en recuerdo amable.

Tres estilos, tres épocas, tres formas de gobernar, comprimidas en un solo momento. Una postal que es también metáfora: el pasado y el presente de Matamoros compartiendo fila, mientras los ausentes —los otros ocho— se convierten en fantasmas que también dicen algo, pues a veces lo que no se muestra habla más que lo evidente. Así, querido lector, la política local se reveló como un álbum incompleto: no todos quieren aparecer en la foto, no todos aceptan volver al teatro donde fueron protagonistas. 

Y hablando de más ausencias, de los cuatro diputados que dicen representar a Matamoros, solo se presentaron dos: Isidro Vargas y Elifa Gómez. Brillaron por su ausencia Elvia Eguía y Víctor García. Y aquí, querido lector, comienza la danza de las sospechas: ¿no asistieron porque nunca fueron requeridos, o acaso sí fueron invitados y prefirieron convertir su ausencia en desaire? Esa duda quedó flotando en el aire de Mundo Nuevo como un murmullo incómodo, y como toda intriga política, solo el tiempo revelará la verdad.

Imaginativo lector, el escenario principal de Mundo Nuevo amaneció vestido de solemnidad y artificio, como si fuese un teatro barroco dispuesto para la consagración de un joven protagonista. El telón digital, encendido en rojo encendido, valga la redundancia, llevaba estampado el escudo del municipio y la frase ritual: Primer Informe de Gobierno. Era el fondo perfecto, un altar laico donde el poder se maquillaba con luces LED.

Al centro, como punto de fuga de todas las miradas, estaba el jovencito alcalde Alberto Granados, muy orondo a sus 39 años, erguido y sonriente, consciente de que el escenario no era solo un lugar físico, sino un espejo de legitimidad. A un costado lo acompañaba Cuauhtémoc Manuel Perusquía Ramírez, su secretario del Ayuntamiento, como notario del rito; al otro, Héctor Villegas, secretario de Gobierno, representante del gobernador Américo Villarreal, con la solemnidad de quien funge de emisario. Entre los tres componían un tríptico simbólico: municipio, legalidad y Estado, alineados como columnas de un templo republicano.

A los lados, los síndicos y regidores, vestidos de negro, parecían un coro uniforme, un bloque de sombras disciplinadas que, en vez de cantar, levantaban el brazo en señal de juramento. Eran los custodios del ritual, figuras que reforzaban la idea de que el poder no camina solo, aunque todos sepan que solo un nombre resuena en el centro.

Abajo, entre flores y aplausos, el público funcionaba como un mar expectante, celulares en alto, manos ansiosas por atrapar un destello del momento. Era la liturgia contemporánea: la misa cívica de un informe de gobierno, donde la pantalla sustituye al vitral y el aplauso al incienso.

En suma, querido lector, el escenario no era solo escenografía: era metáfora. Un teatro político donde el jovencito alcalde aparecía como actor principal, los síndicos y regidores como coro griego, y los invitados como público devoto. Todo bajo la sombra roja de un telón digital que, más que colores, proyectaba la esencia de un poder joven, estético y ceremonial.

Sobre el escenario, bajo la luz cálida que lo recorta del resto del recinto, el jovencito alcalde adoptó una postura erguida, casi teatral. Con un traje oscuro impecable, camisa blanca y corbata en tono vino, accesorios calculados para transmitir formalidad y autoridad. El pin metálico en la solapa funciona como insignia de poder, recordatorio de la investidura que lo separa del resto.

Imposible que el antropólogo que me habita no perfilara su rostro, afilado por los años recientes de bisturí y disciplina estética, proyectando un aire de seriedad que rozaba la soberbia de saberse con el control. La mirada —que no disimulaba la guía de un teleprompter— se elevaba apenas, como quien busca un punto imaginario más allá del auditorio, encarnando al conductor absoluto del momento. 

El gesto de sus manos, una apoyada contra la otra cerca del abdomen, era revelador: mezcla de nervio contenido y ensayo de solemnidad, un recurso corporal para mostrarse firme frente a la multitud. Solo Dios sabe porque se tocaba tanto el abdomen, quizá ajustaba los cables del micrófono que siempre portó. 

Y cuando llegó el turno del discurso de respuesta de Héctor Villegas, representante del gobernador, Alberto Granados no se sentó. Prefirió permanecer de pie, como imitando —o tropicalizando— las mañaneras de Andrés Manuel López Obrador y de Claudia Sheinbaum. Ese permanecer erguido en el escenario no fue simple postura: fue performance, un gesto calculado para proyectar centralidad, para recordarle a todos que él seguía siendo el protagonista incluso mientras otro hablaba.

En suma, la fisionomía del joven alcalde en el escenario no es solo la de un funcionario que rinde cuentas, sino la de un personaje consciente de que su imagen es parte del discurso: tersura en el rostro, rigidez en la postura, seguridad ensayada en cada movimiento. Es, querido lector, la estética del poder convertida en performance político.

Una vez terminado el discurso me quede con una imagen que me atrapó. Detrás de la sonrisa de catálogo del jovencito alcalde Alberto Granados y del saludo correcto del maderense Erasmo González, ocurrió la verdadera escena de la jornada: un abrazo que se robó la luz, el de Héctor Villegas y Adriana Lozano. No fue gesto frío ni cálculo de protocolo, sino conjuro íntimo, un instante donde las complicidades del pasado y las certezas del presente se fundieron como si hubiesen ensayado ese encuentro en otro tiempo.

El brazo robusto del secretario Villegas apretaba con fuerza, como quien quiere dejar huella en la memoria del otro; me pareció que Adriana respondió con amplitud, uñas encendidas y pulsera negra en contraste con el blanco de su cabello, componiendo una estampa de energía femenina que irradiaba más allá de la multitud. Fue un abrazo con mensaje secreto: un “mira hasta dónde hemos llegado” pronunciado sin palabras, cargado de historia y quizá de destino.

Fue en un momento en que el bullicio del informe se convirtió en murmullo de feria. Y, sin embargo, aquel instante quedó blindado, como si el tiempo hubiera detenido el péndulo para concederles su propio escenario. El teatro político del informe hizo un paréntesis y en el silencio invisible se escribió la metáfora: dos antiguos invitados de La Mesa de Vallevisión, que alguna vez debatieron como forasteros, ahora se abrazaban como protagonistas de Tamaulipas.

Sesudo lector, ese abrazo no fue un simple saludo: fue la fotografía viva del ascenso, la consagración de un pacto tácito y la confirmación de que en el tablero del poder los reencuentros tienen la densidad de los presagios. Solo ellos saben las reuniones que han tenido y con quien las tuvieron. 

Querido y dilecto lector, cierro la columna de hoy dejando pendiente el análisis del contenido del Informe porque ese tópico amerita tiempo y detalle. Solo queda una pregunta flotando en el aire: ¿Cuánto costo en pesos y centavos esta liturgia? Y si se pago más o se pagó menos. 

Y el mismo día del informe, horas más tarde, Gracias a Tlaloc Matamoros inundado. 

El tiempo hablará.

 

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