POR ADÀN W. ECHEVERRÌA
LA ÚLTIMA MARCHA
El violín desafinaba. La mujer del vestido blanco apretó los ojos mientras intentaba una triste melodía que pretendía ser la marcha nupcial de Mendelssohn. A sus espaldas las mesas bajo las carpas mostraban intactos los adornos festivos. La ceremonia ni siquiera comenzó. La noticia sobre el accidente y la muerte del novio lo cambiaron todo. Los invitados se retiraron sigilosos para no incomodarla. La mujer observó el solitario violín que algún músico dejó sobre una silla. Lo sacó del estuche y dando la espalda a conocidos y familia que se retiraban, cerró los ojos y comenzó a tocar la melodía que por tantos años la acercaba al sueño del “Para siempre juntos”. El viento de la noche enjugó sus lágrimas. Desde afuera del jardín llegaba el rugir de los vehículos, la vida continuaba y la mujer, de tanto repetir la misma melodía, se elevó en las notas.
ROMPIENDO CICLOS
Frente al espejo recordó la noche en que tuvo que correr a través del bosque, el terror que la cercaba en cada ruido se metía hasta sus venas; la voz del cazador resonaba en sus oídos: ¡Huye! Todo era distinto ahora, aquellos pequeños mineros, que le ayudaron tanto, venían casi a diario a conversar. Se miraba risueña en el espejo hasta que la imagen de un rostro apareció a su espalda. Ella giró la cabeza, pero no había nadie. La voz se escuchó estruendosa: ¡Hoy ha nacido, en la aldea a la que tu esposo acude siempre, una niña blanca como la nieve…! Con el puño acalló la voz. Se acomodó la tiara, se sacudió el vestido; miró de nuevo su rostro fragmento en las astillas y comenzó a cantar.
PEQUEÑECES
DE NIÑO ME ENTERRÉ un lápiz en la mano. A los dos meses aparecieron letras debajo de la piel. Las fui arrancando con la navaja de mi padre y las guardé bajo la cama.
Fue hasta la secundaria cuando lograron extirparme la punta de carbón, y se me escapó el habla. Busqué en mi escondrijo, solo hallé los restos enmohecidos de las letras. Escribo para recuperarme de esta invalidez…
LECTOR
Este era un hombre tranquilo que disfrutaba de la lectura siempre que llegaba del trabajo. Las noches se le iban en permanecer despierto leyendo, entretenido y en paz.
El cansancio de su cuerpo comenzó a notarse. Pero él no claudicaba. Había siempre algo interesante que leer, y deseaba mantenerse cercano a sus libreros. Las noches eran el espacio necesario para sus emociones.
Por las mañanas supo darse cuenta de que su mente habitaba un cuerpo que le era indiferente, pero tenía que volverse un ser social y convivir, e incluso trabajar rodeado de gente.
Pero al volver junto a sus libros sentía la libertad que el mundo ordinario le arrebataba.
Hasta que un día que el sol lo alcanzó antes de cerrar uno de sus libros, pudo observar que aquel cuerpo flaco y envejecido ya no tenía energía para integrarse de nuevo a la sociedad, y como el pensamiento que ahora era todo él, decidió vagar de libro en libro por siempre.
A veces, cuando todo calla en mi hogar, escucho sus murmullos en mis libreros.
El hombre sigue ahí leyendo.