POR MARISOL VERA GUERRA
Desde muy pequeña tuve pesadillas, así fue hasta el inicio del encierro pandémico. Cuando muchos de mis contactos comentaron que sus noches se habían vuelto insufribles, yo por primera vez en mi vida dejé de tener sueños agotadores; mis noches se volvieron más o menos inocuas, pero he llegado a pensar que esto sucedió porque la distopía me rebasó.
Lo que solía salvarme en aquellas noches densas era que llegaba un momento en que me daba cuenta de que estaba soñando y entonces podía salirme del sueño o, bien, volar; la sensación de volar era tan real que más de una vez abrí los ojos y me vi suspendida en el aire, disfrutando con asombro de la sensación de caer lentamente hacia la cama.
No sé por qué nunca se me ocurrió mientras soñaba tratar de cambiar el escenario. Si yo era dueña del sueño podía, por ejemplo, hacer que esa larga pendiente por donde me estaba cayendo se convirtiera en un jardín o una mesa con pastelillos, pero mi impulso era escapar. Siempre había algo que me perseguía o, bien, un lugar absurdamente inaccesible: puertas que se hacían cada vez más pequeñas, espirales descendentes, escaleras que se iban volviendo más estrechas y verticales conforme las subía…
Aprendí a salirme del sueño cuando era niña, luego de leer (Confieso que no recuerdo dónde) que podíamos «entrenar la mente para saber cuándo estábamos soñando», y eso hice. Me habitué a ver «patrones de la realidad». Así que, en algún momento, dentro del sueño, mi mente se ponía a analizar los patrones para ver si seguían una secuencia lógica o no. El problema de este sistema fue que comencé a sospechar de lo que veía en la vigilia, porque qué tal si estaba dormida y no me había dado cuenta. Qué tal si todo parecía muy normal y de repente aparecía un gigante, el sol nos devoraba o me caía de mí misma hacia un lugar oscuro donde no había tiempo. Era fan de la serie de Cosmos y una pregunta recurrente en mi cerebro era: «¿Uno se puede quedar atrapado afuera del tiempo?».
Mi frágil mente infantil pasaba largos momentos del día analizando los patrones para descubrir si había alguna inconsistencia o un suceso imposible según las leyes de la física. Durante la adolescencia perdí casi por completo la capacidad de discernir entre sueño y vigilia. Muchas veces, en medio de la escuela o en una fiesta, estaba segura de que eso no era real. Ansiaba que llegara la noche para «despertar» de este mundo.
Un día mi hijo me contó que soñaba con monstruos, le dije: «entiendo que te den miedo, porque si algo es real para tu mente el miedo es el mismo que sentimos ante un peligro verdadero, pero recuerda que esos monstruos no son reales, hazte consciente de eso y se irán».
En cierta ocasión mi hija me dijo que llevaba varias noches teniendo pesadillas: no había un monstruo, sino una situación absurda. Le dije: «Tú eres dueña de tu sueño, hazte consciente de que estás soñando». «¿Cómo hago eso?». «Creo que tienes que descubrirlo tú misma».
No había vuelto a tener pesadillas hasta hace un par de semanas. Mi sueño siempre ha sido intermitente (en casa mis hijos dicen que la única persona más asustadiza que conocen es el gato), pero al menos me había librado ya de los terrores nocturnos. A cambio, me había deshabituado a sospechar, así que estas últimas pesadillas habían seguido su curso hasta destruir toda posibilidad de descanso. Mi hija, que se dio cuenta, me dijo: «Hazte consciente. Recuerda lo que me dijiste hace años».
Hace un par de días venía caminando, sola, en un estacionamiento, en penumbra, y vi a una muchacha acurrucada junto a un automóvil. Parecía estar llorando. Me acerqué, aunque no sabía bien qué hacía yo ahí, si no tengo auto. La joven levantó la cara y noté que no tenía ojos, en su lugar había dos túneles de los que salía luz, primero blanca y luego roja. Ella comenzó a temblar de manera espasmódica. En ese momento la voz de Morgana sonó en el estacionamiento como suena la voz en las bocinas de los supermercados: «Hazte consciente». Desperté y me sentí feliz de haber recuperado esa capacidad.
Ayer una fotografía del muro de Adriana Pacheco se metió a mi sueño. Ella decía que estaba caminando sobre el lecho seco de un río donde hace un año nadaba; «el calor tejano se lo llevó». Soñé que todos los ríos del planeta se habían secado y las empresas habían aprovechado los lechos secos como carreteras. Yo era una de tantas pasajeras en los autobuses que avanzaban lentamente sin ningún destino; su único propósito era estar en movimiento.
De pronto vi acercarse un torrente de agua cristalina. Rápida, iba llenando el lecho del río haciendo que los autobuses flotaran encima; cuando esa agua pasó debajo del mío, vi que arrastraba cientos de cuerpos de personas. Una niña ahogada pasó junto a mi ventanilla. Y yo intentaba sentir miedo o angustia, porque esas parecían ser las emociones correctas ante esta situación, y no sentía nada.
Desperté con esa sensación de extrañeza a la que también me había deshabituado. Recordé que ayer estuve leyendo una noticia sobre el canal de Panamá, que se está secando, que ha disminuido la cantidad de barcos que lo atraviesan; también estuve leyendo sobre las casas-ataúd en Honk-Kong y las viviendas en Búnkeres en Pekin. Mi mente se pobló de demasiada realidad.