POR CARLOS ACOSTA
Ayer, día lunes, me quedé sin teléfono celular. Escrito así, la expresión parece decir: todo el día debí pasarlo sin mi teléfono, lo cual no sucedió de esta manera exactamente. Sin embargo, esa fue la sensación que tuve, a las pocas horas que el móvil, como le dicen en España, estuvo lejos de mí. Y esta es la primera evidencia de hasta qué punto puede, este pequeño aparato, distorsionar la percepción de la realidad.
Había salido de casa muy temprano, y antes de hacerlo, me di cuenta que el teléfono estaba por descargarse. Le quedaba uno por ciento de batería. Me preocupé, aunque no tanto, debido a que, en teoría, no iba a estar ocupado mucho tiempo. Decidí dejarlo conectado para recuperar la carga de la pila. Y salí a la calle muy confiado.
Pero la estancia fuera de casa se alargó. Ya se sabe que las citas se retrasan, el tráfico vehicular es lento, llueve y las calles de la ciudad se vuelven un caos. Y fue ahí, donde creció, de manera insospechada, algo parecido al desasosiego extremo, y a lo que, por ahora llamaré, con la amargura de quien, inventa o descubre, lo inesperado (Fleming, Percy Spencer): Síndrome de Abstinencia Celularuna (SAC).
Si de por sí, desde el momento en que lo dejé, sentí que algo me hacía falta y, como ya dije, distorsionaba la realidad, al alargarse mi ausencia de casa, por un azar siempre caprichoso, dio lugar -ya no le demos más vueltas- a las nunca bienamadas, crisis de ansiedad. Y ¿que tal si alguien lo abre? Quien mejor nos conoce, es nuestro teléfono celular. Ahí dejamos nuestras huellas: lo que nos gusta, lo que no; nuestras preferencias, obsesiones; un artista, un arte en especial. La inclinación política, el nivel de buen humor, el grado de narcisismo. Es una extensión de nuestro cerebro -exo-cerebro: prótesis cultural que cubre funciones del cerebro humano (R. Bartra)- y nos hace ser, recopilando nuestros datos, que nosotros mismos proporcionamos, la mejor mercancía para el capitalismo voraz.
Volvió, pero con mayor intensidad, la sensación de que algo me faltaba. Por ejemplo, no sabía qué hora era; no tenía a mano los sitios a los que me faltaba ir, anotados en alguna agenda, en un papel, e ignoraba si mis amigos habían recibido mis saludos matutinos. Y aunque en los sitios a donde fui, siempre hubo mucha gente, yo me percibía como alguien que andaba solo en medio del desierto.
Se recrudeció la crisis del SAC. De pronto percibí que todas las personas lo sabían, que me miraban raro y, que en voz baja decían: ‘ahí va el sin-cel’. Minutos después -ay olvido, ay olvido- cuando por inercia, lo busqué en la bolsa del pantalón, al no encontrarlo pensé que lo que me hacía falta era una parte del cuerpo: mi mano, mi antebrazo. Por tu bien, no te desquicies, no te desquicies, me repetí cuatro veces. Respiré hondo, y al mismo tiempo, pasó por mi mente el viejo refrán de mi abuelo Mateo: sé que tengo cabeza, nomás porque me tiento la bola.
Después, ya muy entrada la tarde, como quien cruza un desierto de silencio, volví a casa. Lo hice conduciendo el Marchito rojo de manera imprudente. Rebasé a todos los autos que se me ponían adelante. Los rojos de los semáforos me parecían eternos; los verdes, instantáneos. Hasta que por fin llegué. Fui directo a mi habitación. Y ahí estaba, el iPhone 16, vivo, renacido, y con la batería recargada al cien por ciento. Lo miré tres segundos antes de tomarlo. Ya con él en las manos, y con una paz que hacía mucho tiempo no sentía, murmuré, con los ojos cerrados, ¡de verdad, de veras, juro que no te vuelvo a abandonar!