Contra la costumbre: Unamuno y el alma que despierta (en Salamanca).
Decimos que somos animales de costumbres como quien repite una contraseña sin pensar. Nos aferramos a la rutina como si fuera una balsa, sin detenernos a mirar si flota o simplemente da vueltas en el mismo sitio. Pero Miguel de Unamuno —el viejo rector de ceño hondo y mirada ardida— supo desde siempre que la costumbre no salva; adormece.
En junio del 2024 caminé por las calles de Salamanca con mis hijos, Isaac y Monserrat. Nos hospedamos en un hotel a una cuadra de la Plaza Mayor, donde las ventanas parecían haber oído siglos de confesiones, murmullos de amor, discusiones filosóficas y también, silencios cargados de exilio. Esa ciudad no se visita: se habita con el alma alerta.
Una tarde, en una esquina del Palacio de Anaya, a recomendación de mi amigo-hermano, Ernesto Parga, descubrimos mis hijos y yo “La Caballeriza”, la vieja cafetería de techos abovedados donde antes dormían caballos y ahora se despierta la memoria. En la entrada nos recibió una foto de Unamuno, sentí la descarga histórica del momento. La piedra estaba viva. Cada ladrillo susurraba un fragmento del pasado, y las lámparas lanzaban una luz cálida que no venía de la electricidad, sino de algún rincón del tiempo.
Nos sentamos en una mesa de mármol —yo frente a ellos— y mientras Isaac vestía la camiseta de la selección española como si honrara a su sangre adoptiva, Monserrat contemplaba el lugar sabiendo que pronto sería suyo por unas semanas: el verano la esperaba en la Universidad de Salamanca.
Pedimos algo para beber. El vino tembló levemente en su copa, como si se sintiera observado por tantos siglos de sabiduría. Y fue ahí, entre risas suaves, una caña fresca y una atmósfera detenida, donde les hablé de Unamuno. De su furia contra el conformismo, de su exilio voluntario, de su manía por sacudir conciencias dormidas. Les dije que ese hombre no buscaba ciudadanos dóciles ni hijos obedientes, sino almas despiertas, capaces de preguntarse lo que ya nadie se atreve a preguntar.
Mientras hablaba, vi algo en sus miradas. Un fulgor, una chispa —esa luz que aparece cuando el alma se sacude sin pedir permiso—. Como si entendieran que no estábamos simplemente de viaje, sino dialogando con la piedra viva del pensamiento. Salamanca se nos revelaba no como ciudad, sino como pregunta.
Concluimos, entre muchas otras temáticas que, ser un “animal de costumbres” puede sonar inofensivo, pero para Unamuno era una forma de muerte. La rutina —esa paz sin preguntas— le parecía un veneno lento. Por eso sus personajes dudan, interpelan a Dios, confrontan al autor, y rompen la página como quien rompe un espejo para ver más allá del reflejo. Por eso él mismo escribió hasta el último suspiro, con la furia serena de quien no se resigna.
De manera tangencial hablamos de aquel momento en octubre de 1936 cuando en la Universidad, la ceremonia oficial del día de la raza reunía a figuras del nuevo régimen franquista, incluida Carmen Polo —la esposa de Franco— y el general José Millán-Astray, símbolo de la retórica bélica del momento, y Salamanca, como buena parte de España, hervía de consignas, odios y pólvora, cuando Miguel de Unamuno hizo una alusión directa, cargada de simbolismo y crítica velada, a la condición física del militar, quien había perdido un brazo y un ojo en combate.
Sesudo y culto lector, la frase que se le atribuye, con distintas variantes es hoy una intensa escuela de periodismo independiente y según las versiones, fue la siguiente:
“Se ha dicho que Millán-Astray es el prototipo del hombre español. No lo creo. Es el prototipo del hombre que representa la España incivil. El general es un inválido. No por eso es menos español. Pero lo es de manera lamentable. Hoy, por desgracia, hay muchos inválidos en España. Y pronto habrá más si Dios no nos ayuda. Me duele pensar que el general pueda dictar las normas de la psicología de masas. Un inválido que carece de la grandeza de Cervantes.”
Con este dialogo con mis hijos aquel momento en “La Caballeriza”, esa noche subterránea, no fue una postal más. Fue una lección callada. Comprendí que la memoria de Unamuno no se conserva en estatuas ni se recita de memoria. Se hereda como una fiebre, como una inquietud que arde lento: preguntas sin respuesta, amor por la verdad, aunque duela, sed de eternidad.
Les dije a mis hijos en ese histórico bar de Salamanca que al final, lo verdaderamente humano —enseñó Unamuno— no es vivir tranquilos, sino vivir despiertos.
Comprendimos que la costumbre, lo aterrizamos esa noche en nuestro entendimiento, es una forma de muerte tibia. Y precisamente Unamuno, ese Quijote vasco del alma, no vino a enseñarnos a repetir el mundo, sino a incomodarlo. Nos pidió no vivir por inercia, sino por conciencia; no callar por prudencia, sino hablar por necesidad de sentido.
Lo entendí cabalmente en esa mesa, meditando al lado de Isaac y Monserrat, bajo una bóveda que parecía flotar sobre nosotros como un cielo invertido. Como si fuera un cataclismo existencial, Salamanca no nos estaba contando su historia: nos estaba preguntando la nuestra.
Querido y dilecto lector, en medio de esa arquitectura encendida de siglos, entre los relojes invisibles del alma y del tiempo, entendí que la pregunta más difícil —la que realmente nos despierta— no tiene respuesta fácil, pero nunca debe dejar de hacerse:
¿para qué?
El tiempo hablará.
