POR CARLOS ACOSTA
XI
Si un día te vieras precisado a tragar tus palabras, ¿qué efectos causarían cuerpo adentro? ¿Deglutir las voces propias sería delicioso manjar? ¿Sería como tragar albóndigas de alambre de púas? ¿Harían crecer un huerto de árboles frutales en tu corazón? ¿Demolerían en polvo común a tus huesos?
XII
La lectura no se impone, se contagia.
Juan Villoro.
¿Qué es un lector? La RAE lo define como una persona que lee o tiene el hábito de leer; o bien, alguien que lee en voz alta para otras personas que escuchan. Pero ¿qué es un lector, una lectora, más allá de las definiciones, esas que no dejan lugar para la abstracción, la creatividad o la imaginación?
Es alguien que lee, desde luego. Pero hay que decir de él, de ella, algo más: lee a cualquier hora del día, de la tarde, de la noche, incluso de la madrugada. Lee en la sala de su casa, en su cama, en el colectivo en que viaja, en la fila del súper mercado, en las bancas de la plaza. Consume letras durante media hora, diez minutos, dos horas, toda la noche. Devora cómics, periódicos físicos o en línea, anuncios clasificados; poemas, relatos, ensayos; testimonios, cartas, memorias; novelas clásicas, locas, bobas, prohibidas. Lee recetas de cocina, avisos de ocasión, instructivos para armar ventiladores de techo, revistas del corazón. Hay quien lo hace sentado, acostado, de pie, caminando. En la penumbra de un bar, en la mesa de un café. Hay quienes leen en la sala de espera del cine, del baño, del INE; en las filas de las tortillerías y los bancos. Despierto, dormido, sonámbulo.
Un lector es alguien que compra un libro nuevo, aunque ya lo tenga. Que tiene su casa llena de libros, o tiene sus libros y en medio una casa. Y es también alguien que al recibir la invitación para asistir a una lectura en dónde se ha de celebrar El día del Lector, la acepta y asiste. Viene a escuchar a los que leen, porque sabe que esa, también es una manera, su manera, de ser y estar. Y desde luego, para leerse a sí mismo, es que viene.
XIII
Ahí está el eucalipto, parece un animal gigante tirado en el suelo. Su raíz, por completo, salió de la tierra. Las ramas, hasta ayer mecidas por el viento, ahora recostadas, se confunden con la yerba. Fue el vendaval de anoche que vino furioso y la lluvia en abundancia que aflojó la tierra.
Es una imagen poderosa: un animal enorme que ha sido derrotado. Lo vi apenas unos segundos. Yo conducía el auto. Dos o tres parpadeos bastaron para recodar el eucalipto de casa de mis abuelos, alto como ninguno, al que jamás una helada quemó, ni un ciclón abatió y murió de viejo
Este de ahora tampoco era tan joven, pero me hubiera gustado que, como el nuestro, y como sucedió con mi abuelo, también muriera de pie. Pero ahí está el árbol, arrancado de cuajo, tirado en el suelo.
XIV
Hoy, al abrir los ojos, no supo en dónde estaba. Su cama era la de siempre, la ventana también. Las paredes de la habitación no mostraban cambio alguno. Pero él no sabía en dónde estaba.
Entró en la ducha. Tardó diez minutos. Se vistió con la ropa de todos los días. Y, como quien ignora a dónde va, se dirigió a la cocina. Desayunó fruta y avena lo mismo que hacía todos los días. Pero no sabía quién era.
Subió al colectivo. Le tocó ir de pie. Luego de cuarenta minutos, bajó. Se vió en la esquina del almacén de ropa en donde laboraba. Saludó a cada compañera y compañero de trabajo. Tomó su lugar detrás de la caja de cobro. Pero no sabía.
Ya entrada la tarde, casi de noche, al terminar su turno de trabajo, salió a la calle. Las luminarias flanqueaban el cercano cielo. Los faros de los autos se reflejaban en el pavimento húmedo por la lluvia vespertina. Le parecía que todo lo miraba por primera vez.
Regresó a casa. Abrió la puerta. Encendió todas las luces de todas las habitaciones. Miró por la ventana: la noche callada, el oscuro cielo, la fila de luces de la avenida. Pensó, esto debe ser la felicidad. Pero no sabía quién era ni en dónde estaba.