
JORGE CHAVEZ

Estimado lector, decía Joseph Fouché, el genio tenebroso, una frase lapidaria que no dejaba lugar a dudas en el escenario político: “Más vale estar lejos y saber que estas cerca que estar cerca y saber que estas lejos”. Esta frase tiene hoy más que nunca vigencia en una ciudad fronteriza.
En Matamoros, esa ciudad donde el Golfo susurra secretos al oído del río Bravo, suceden cosas que parecen simples pero que en realidad anuncian tormentas o primaveras. Fue en el año 2022, todavía con el aliento helado del COVID rondando las plazas y los templos, cuando llegó a esta tierra el presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador. Lo acompañaba el entonces gobernador Cabeza de Vaca, hombre de gesto duro y mirada de frontera. El motivo era la inauguración del mercado “Catarino Garza”, ese sitio que pretendía ser más que un lugar de frutas y carnes: un símbolo de que lo nuevo aún podía nacer entre ruinas.
Aquella mañana, el alcalde Mario López fue sentado —no por casualidad, sino por orden celestial o política, que es lo mismo— a la derecha del presidente. Justo ahí, como los escuderos de los antiguos códices, en el centro del cuadro, donde las cámaras recogen los gestos y la historia se disfraza de fotografía oficial. El pueblo, o al menos los que saben leer los gestos del poder, entendieron el mensaje: Matamoros tenía nombre, y ese nombre era Mario.
Pero los años son aves migratorias que no avisan cuándo se van ni por qué. Llegó 2025 y con él nuevos rostros, aunque viejas estructuras. La presidenta de la República ahora se llama Claudia Sheinbaum, y el gobernador, Américo Villarreal. Visitan Matamoros para anunciar el Programa de Vivienda para el Bienestar, noble causa de ladrillo y esperanza. Pero el nuevo alcalde, Alberto Granados, no huele a corte ni a conjuro. Lo sientan en la orilla de la mesa de honor, como quien pone el florero al borde para que adorne, pero sin estorbar. No es desaire… es liturgia. La forma ha hablado.
Sesudo lector, porque Jesús Reyes Heroles lo dijo una vez, y los pájaros políticos aún lo repiten en sus vuelos rasantes: la forma es fondo. Y en este caso, el lugar en la mesa es el espejo donde el poder se mira sin decir palabra. La cercanía al centro revela quién está en gracia, y la orilla, quién apenas figura. Ya no hay abrazos largos ni fotos donde el anfitrión parece conductor de la fiesta. Hay formalidad, distancia, y el gesto estudiado de quienes vienen a cumplir sin comprometer.
En este Matamoros que a veces parece real y a veces fabulado, la mesa de honor es como un altar prehispánico: cada sitio tiene su carga simbólica. Lo que ayer fue cumbre, hoy es borde. Y el borde, aunque no lo digan, es frontera entre la luz y la penumbra.
Querido y dilecto lector, algunos dirán que no importa dónde se sienta un alcalde, mientras haga su trabajo. Pero los viejos sabios del ejido —esos que nunca han salido en la televisión— saben que en política, como en los sueños, el lugar en que te sientas es el lugar que te conceden.
Y así, mientras los discursos corren como agua tibia sobre los techos nuevos, el pueblo observa. No siempre comprende, pero siente. Y el que siente, no olvida.
El tiempo hablará.