El final de una era.
Por Jorge Chávez Mijares.
Querido lector, hay días en que la historia de una ciudad no se escribe con tinta, sino con el polvo que dejan las puertas al cerrarse.
El día de ayer lunes 27 de octubre, en el restaurante “Fortín de Bravo”, Matamoros amaneció con ese tipo de silencio que anuncia un cambio de época. Bajo el techo de tejas amarillas y los arcos de estilo colonial, donde durante cuatro décadas resonaron risas, guitarras y conversaciones de sobremesa, se levantó una mesa con tres micrófonos y botellas de agua. Allí, frente a los muros color mostaza y la vieja puerta de madera tachonada de hierro, se dio una conferencia de prensa que más parecía un velorio del espíritu empresarial matamorense.
El “Fortín de Bravo”, ese recinto que fue símbolo de hospitalidad y resistencia, avisaba que cerraba sus puertas tras cuarenta años de vida. En el pasillo, donde el sol filtraba un resplandor melancólico sobre los mosaicos, se alineaban los periodistas y camarógrafos. Algunos conocían el lugar de memoria: cuántas notas, cuántas celebraciones y pactos se habían sellado entre esas paredes. Ahora estaban ahí para atestiguar el final.
En el centro de la mesa, Ana Luisa González, la propietaria, habló con una serenidad que sólo da la resignación de quien amó lo que construyó. Su voz, serena pero firme, parecía brotar desde la grieta misma de la nostalgia. No era un discurso preparado para el dramatismo, sino la confesión de una empresaria herida: “Lo que comenzó como un sueño, termina hoy como víctima de un entorno económico y administrativo hostil e insostenible”.
A su lado, David García, presidente del Consejo Coordinador Empresarial Matamorense, y Arturo Medina, dirigente de la Canirac, la acompañaban con el rostro contenido y el gesto de quien entiende que esta historia no es una excepción, sino un presagio.
El documento presentado por el Consejo hablaba con cifras frías, pero su fondo era humano: más de 10,200 establecimientos de alimentos y bebidas en Tamaulipas, de los cuales 1,250 pertenecen a Matamoros, sosteniendo el alma gastronómica de la frontera. Pero detrás de los números asomaba una realidad asfixiante: multas impagables, burocracia recaudatoria, voracidad fiscal, y una autoridad municipal que ha confundido la administración con la persecución económica.
El Fortín no era solo un restaurante; era un símbolo cultural. Su fachada blanca con coloridos motivos de aves y flores, sus arcadas de inspiración virreinal y su entrada enmarcada por faroles de hierro recordaban la arquitectura de los antiguos mesones fronterizos: espacios de encuentro, hospitalidad y conversación. Hoy esos pasillos están vacíos —el aire inmóvil, las sillas apiladas, los candados nuevos sobre la vieja madera—Como dijo un mesero con lágrimas contenidas: “Aquí no se apagó solo un negocio, se apagó una costumbre.”
La Canirac Matamoros advirtió durante la conferencia que cuarenta restaurantes más podrían cerrar en los próximos meses por las mismas razones: exceso de cobros, sanciones sin criterio, un ayuntamiento más preocupado por recaudar que por preservar empleo. La industria restaurantera, que representa el 12.2% del total de negocios locales y siete de cada diez empleos turísticos, se encuentra al borde del colapso. Y no por falta de trabajo, sino por falta de sensibilidad.
En voz de David García, el Consejo Coordinador Empresarial hizo un llamado a la reflexión colectiva: “Matamoros ha sido siempre una ciudad abierta al capital productivo, al turismo y a la inversión; pero para seguir siéndolo, necesitamos autoridades que comprendan el valor de la iniciativa privada, no que la castiguen.”
Las palabras resonaron bajo los arcos como una súplica que no pedía privilegios, sino equilibrio. La respuesta oficial: la luz que encandila. Horas después, desde el auditorio municipal Pedro Sáenz, un grupo de funcionarios encabezados por la ingeniera Alma Alarcón respondió con la frialdad del manual: “La ley se aplicará sin excepción”. No hubo un solo gesto de empatía ni una propuesta de gestión ante el Congreso para reformar las ordenanzas que asfixian a los negocios. Solo la rigidez del reglamento, dicha con la solemnidad de quien confunde autoridad con inflexibilidad.
Y como si no bastara, el gobierno local difundió un comunicado en el que se aseguraba que “El Fortín de Bravo operó durante 40 años sin licencia de uso de suelo y debía tres años de predial”. El mensaje se viralizó en redes, pero lo que pretendía ser defensa institucional se convirtió en prueba de desconexión histórica. La ciudadanía respondió con una frase que sintetiza el absurdo: “Hace cuarenta años no existían esas licencias para operar.”
Así, entre el tecnicismo y la memoria, se reveló el verdadero abismo: el de una autoridad que aplica leyes retroactivas a los sueños antiguos, incapaz de distinguir entre el progreso y la persecución.
En los cafés y redes sociales surgieron las voces que nunca caben en los boletines: “Ya ni deberían molestarse por defender lo indefendible. A este punto, el municipio hace propaganda para desprestigiar a un restaurante.”
“Es una lástima que las autoridades expongan así a los negocios. ¿Están del lado de los emprendedores o del cierre de negocios”.
“Lo más importante aquí es la generación de empleo. Tantas personas que tendrán que buscar sus ingresos por otro lado, y justo al terminar este 2025.”
Sesudo lector, cada una de esas frases lleva un peso moral que los discursos oficiales no alcanzan a entender: detrás de cada multa hay un rostro, detrás de cada clausura, una familia.
Y mientras las voces del Fortín se apagaban, las redes mostraban otra imagen: la del jovencito alcalde, captado en el aeropuerto de la Ciudad de México, regresando de su fin de semana en la Fórmula 1. El contraste fue inevitable. Mientras cuarenta negocios agonizan, él escuchaba rugir los motores del espectáculo. Tal vez creyó que el estruendo de los autos podía tapar el murmullo de la indignación fronteriza. Pero el ruido del boato inane no sustituye al rumor del trabajo, ni el brillo del circuito reemplaza la luz que se extingue en su propia ciudad.
“Que brille Matamoros” Así reza el lema municipal. Y uno no puede evitar pensar que tal vez el lema se ha cumplido… pero de forma literal: brillan los sellos de clausura, los focos encendidos en las oficinas de inspección, el reflejo metálico de las patrullas municipales de Protección Civil estacionadas frente a los negocios cerrados. Brilla el exceso, la soberbia y la indiferencia. Pero el verdadero brillo —el de las cocinas encendidas, las familias trabajando, los meseros sonriendo, las luces cálidas del Fortín— ese, querido lector, se apagó.
Estimado lector, no se trata solo de un restaurante. El cierre del “Fortín de Bravo” marca el final de una era en la que Matamoros era sinónimo de hospitalidad, trabajo y orgullo fronterizo. Hoy la ciudad está frente al espejo de su propio destino: o escucha el clamor de sus empresarios y trabajadores, o terminará convertida en un museo de puertas clausuradas.
Querido y dilecto lector, el tiempo de la indiferencia municipal debe terminar. Es hora de que la sociedad matamorense —empresarios, ciudadanos, autoridades sensatas— se reconcilie con el valor del esfuerzo. Que el lema “Que brille Matamoros” vuelva a significar esperanza, no ironía. Que el brillo deje de venir del metal de las cerraduras y vuelva a salir del fuego noble de las cocinas encendidas. Porque mientras haya quien cocine, quien sirva y quien crea, Matamoros aún puede volver a brillar.
El tiempo hablará.
