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sábado, septiembre 7, 2024

¡Cajeta, cajeta!  ¡Turrón de almendra!

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Por: María Consuelo González del Castillo

Hace días leí en un grupo facebookero de El Mante y sus grandezas, una publicación donde alguien hacia una pregunta que me llamó mucho la atención, decía: “¿Qué grito recuerdas haber escuchado en nuestra querida ciudad?

No fueron pocos los que contestaron. Al ir leyendo cada respuesta llegaban a mi mente mis días en mi amado pueblo. Hubo varios que de inmediato reconocí: ¡Toques, toques!, del inolvidable Lázaro, el hombre ciego que todo el día promovía su caja de descarga eléctrica, que a decir verdad algunas veces se le juntaban los valientes. 

Otro que llegó a mi memoria fue el de: “¡Tepache y guapilla!” Sonido que venía desde una desvencijada carreta jalada por un burro que al pasar por los baches de la Morelos se maltrataba un poco más. Todavía suenan en mis recuerdos el trote del animal y el chirrido de las ruedas al pasar frente a mi casa.

Pero sin duda los más entrañables para mí, fueron: “¡Cajeta, cajeta!” Que salía con fuerza de la garganta de un pulcrísimo hombre con una impecable cubeta de peltre blanco de filo azul marino que contenía el dulce de leche más sabroso que he probado en toda mi vida. “Panchitas”, nos decía. Recuerdo que mientras abría el recipiente y tomaba de una cajita un pequeñísimo y crujiente cono de galleta para untarlo de dulce, una de nuestras generosas hermanas de juegos y aventuras corría a la caja registradora de El Centro Mercantil por un veinte, moneda que era suficiente para hacer felices a cinco niñas ansiosas por deleitarse con tan agradable manjar.

Otro del que tengo grata memoria es el de: “¡Turrón de almendra!”  Venía de un hombre delgado, alto, o al menos así lo veía yo.  Recuerdo perfectamente su rostro, él traía algo parecido a un mandil blanco que le cubría sólo su estómago. En cuanto se daba cuenta de que iba a tener venta, bajaba de su hombro la base de madera para luego poner una tabla cubierta con una limpísima manta de cielo y al hacerla a un lado quedaba al descubierto una atractiva palanqueta de tenues, pero brillantes colores: amarillo, blanco, rosa y verde. Recuerdo que traía una cuña y un martillo muy pequeñitos con los que partía el duro turrón, a veces saltaban virutas que si estabas muy cerca se pegaban en la ropa, entonces, comprendí por qué usaba mandil.

De nuevo nuestras amigas del Centro Mercantil nos hacían la tarde, comprando para todas, veinte centavos de la deliciosa golosina. Unas pedían amarillo o verde. Confieso que a mí me daba lo mismo un color que otro porque el sabor era exactamente igual.  He de decir que con seguridad gozábamos de una dentadura muy sana porque el duro caramelo se quedaba pegado como amalgama en nuestras muelas y se nos caían sólo las que por naturaleza debían caerse.

Al terminar su venta, el hombre tapaba con mucho cuidado su mercancía, colocaba la tabla en la mano derecha, alzándola a la altura de la cabeza para después, con movimientos precisos, volver a colocar la base en su hombro izquierdo e iniciar su retirada agradeciendo la compra.

Ahora que soy consciente del trabajo que implica la elaboración de los deliciosos productos que saboreábamos cuando éramos niñas, no me queda la menor duda de que detrás de estos hombres que gritaban por toda la ciudad ¡Cajeta, cajeta! O ¡Turrón de almendra!, había unas manos femeninas que ayudaban en su fabricación y con ello a la manutención de la familia. 

¡Qué tiempos aquellos donde éramos tan felices y no lo sabíamos!

 

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