martes, abril 22, 2025

VIAJAR EN TREN

POR CARLOS ACOSTA

  Para el Profe Lalo castillo Bautista

 

Ya teníamos nueve meses viviendo en Ciudad Infancia. Eran las vacaciones de Navidad. Iríamos a visitar a los abuelos maternos, a Tampemol. El viaje sería iniciado por los hermanos y la hermana. Papá y mamá, nos alcanzarían unos días después. El viaje se haría en tren, de Ciudad Victoria a Estación Calles. Y de ahí, en autobús, hasta el pueblo. Quiso el destino, ese aliado siempre a favor de estos niños, que, en la Estación del tren, sus padres se encontraran con el profesor Abelardo Castillo, paisano del poblado. Los encargaron con él. El profesor, aceptó.

 

Era mi primer viaje en tren. De mi hermana y hermanos también. La Estación me parecía un mundo aparte. Los escalones, las amplias puertas. El gran pasillo, las taquillas, los asientos ocupados por mucha gente. Unos, como nosotros, nos íbamos; otros, esperaban a los que llegarían. ¿Es posible diferenciar un abrazo de adiós, de uno de despedida? Yo nunca he sabido hacerlo. Era la una de la tarde, cuando se anunció la próxima llegada del tren. Pasamos a los andenes. Vimos acercarse el convoy, largo, muy largo. Llegaba a poca velocidad. Me impresionó lo enorme de la locomotora. Luego, las ruedas sobre los rieles. Se estacionó. Nos despedimos de papá y mamá. Subimos, con el profesor Abelardo, al tren. 

 

Yo estaba deslumbrado por todo lo que veía. Los escalones para subir, el largo vagón, los asientos de dos personas de frente a otras dos. El guarda equipaje. Antes que los demás, pedí el asiento de la ventanilla. Estaba loquito de admiración. Una vez acomodados cada quien en su lugar, el tren empezó a moverse en dirección del sur. Poco a poco fue aumentando la velocidad. A los pocos minutos de viaje, mis hermanos y el profesor ya dormían. Yo, miraba por la ventana. Pasaban árboles y más árboles, muchos huizaches, todos en sentido contrario a nosotros.

 

Luego aparecían llanuras. Algunas vacas pastando. Algunos hombres a caballo. Yo jugaba con el cristal de la ventanilla, era novedad para mí, lo subía y lo bajaba, lo subía y lo bajaba. La tarde se iba lenta. Por suerte, no nos daba el sol de lleno. Después, vi una pequeña laguna en donde algunos animales, inclinados, bebían agua. Adentro del vagón, la mayoría de los pasajeros, dormían. Uno que otro, ensimismado, en su mundo, leía el periódico. Había un silencio, que sólo era interrumpido por el rítmico ruido de las ruedas del ferrocarril sobre los rieles.

 

Ya más tarde, cuando el sol teñía de un rojizo intenso a las escasas nubes, tuve la visión más impresionante que, niño alguno, podría tener, y que aquí me tomo la libertad de intentar contarlo: por el cielo rojizo, a poca altura, volando casi a la velocidad del tren, apareció una parvada de tordos. Eran como treinta pájaros. Su plumaje negro, brillaba, a la vez con tonos rojizos que la tarde les prestaba. Por momentos iban amontonados, pero a una señal imperceptible para el ser humano, volaban haciendo una letra V, muy alargada y simétrica. Hubo un momento en que se acercaron mucho al tren. Yo tuve la tentación de sacar la mano por la ventana y tocar el plumaje de uno de los tordos. Pensé que mis dedos, al tocarlo, también se podrían teñir de color negro-rojizo. No lo hice. Quise despertar a mis hermanos y al profesor, pero iban muy dormidos. Seguí hipnotizado, por la visión, un buen rato más. Por momentos se alejaban mucho de tren, pero minutos después, como si escucharan el ruego que yo repetía en silencio: ¡qué vuelvan!, ¡qué vuelvan!, aparecían otra vez muy cerca de mi ventanilla. Una emoción que no supe, entonces, ni sabría hoy, describir, me invadió el cuerpo y el espíritu. Hasta que, unos kilómetros más adelante, la parvada y el tren (y yo) se dijeron adiós.

 

Casi al final de la tarde llegamos a Estación Calles. El profesor Abelardo pidió un taxi y, de esta manera, proseguimos el viaje. Este último breve trayecto, mis hermanos y el profe, lo hicieron despiertos; yo, dormido. Ya entrada la noche, llegamos a casa de los abuelos.

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