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sábado, septiembre 7, 2024

EL VIOLINISTA

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Por Carlos Acosta 

Él es un músico de más de setenta años. Bueno, esos le calculo, pero no lo crean del todo, no soy muy bueno para adivinar edades. Aunque eso sí, se trata de un hombre mayor. Su cuerpo es delgado, alto, mas no encorvado. Los movimientos se le dan en cámara lenta. Pelo cano por completo. Gafas de pasta que intentan esconder una mirada que bien podría definirse como triste. Sin embargo, también puede ser simple cansancio de una larga jornada, quizás más de mediodía, tocando. 

Su instrumento tiene incorporado un micrófono inalambrico. A sus pies, hay un pequeño amplificador. Toca El cóndor pasa, La llorona, Recuérdame, de la película Coco, La chica de Ipanema. El violín se queja y celebra al mismo tiempo: como si fuera un corazón humano. A momentos echa manganitas y cabriolas musicales en los arreglos de las canciones, que el buen oído agradece. Las pausas entre una y otra melodia son cortas, apenas breves segundos; parece que la música es un continuo fluir en sus venas que no deja de brotar por el contacto del arco y las cuerdas y del movimiento de los dedos sobre el diapasón. 

Es una tarde muy fría de finales de enero, en un mall, uno de esos centros comerciales muy del siglo veintiuno, en la periferia de la ciudad. No obstante, en la tienda departamental y sus pasillos, en donde nos encontramos, hay una temperatura de perenne primavera. En los comedores, varios, hay parejas jóvenes, niños inquietos, señoras en ropas de domingo, adultos mayores que parecen hacer de ese lugar su propia oficina. Ahora ejecuta Bésame mucho, Yesterday, La flor de la canela. 

Me acerco al músico. Dejo unas monedas en el botecito blanco. Veo en sus ojos resabios de una tarde larga parecida a su vida. Y un dolor escondido que, muy a su pesar, y sin permiso, asoma. Gracias, le digo como quien pronuncia una palabra muy querida y, en especial, porque ahora interpreta Yellow. Mientras toca, asiente sin decir palabra. De cerca se escucha, nítida, cada nota musical. Cuando me alejo un poco, se sigue oyendo, aun sobre el barullo de la gente.

Pasan hombres solos, mujeres solas. Qué ganas de presentar a unos con otras, que olviden su soledad, que se hagan compañía. Pero en medio de este gentío, una vez más confirmo, no sin cierta amargura, que a nadie conozco y nadie me conoce. Ésta, digo en voz baja, es la mayor ingratitud de las muchedumbres. En su mesa alejada, el grupo de hombres añosos, sin aspavientos, como si ya no fueran de este mundo, siguen con su larga, larga conversación. La atmósfera del lugar es apacible. Hace bien al espíritu darse cuenta que sucesos casi anónimos, como éste por ejemplo, mejoran el mundo. 

Casi al final de la tarde salgo del super mercado. Vuelvo al viento helado de la recién nacida noche. Muchos autos, estáticos, en silencio, esperan que sus conductores regresen por ellos. En el estacionamiento, se oyen claramente las canciones del violinista: ahora toca Solamente una vez. En el auto, por el bulevar, rumbo a casa, lo sigo escuchando. En mi habitación, antes de dormir, sigue en mis oídos la música. Después, cuando escribo, está en mis tímpanos. En los sueños, mientras duermo, aún.

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