POR FEDERICO FERNÁNDEZ
I
Que tristes se ven pasar a los que vienen
de buscar en vano a los perdidos.
Las botas llenas de lodo,
las manos negras y raspadas,
la ropa húmeda
y sus rostros:
no hay nada parecido siquiera
a la tristeza de sus rostros.
Vienen con una como desdicha,
como desesperanza, como derrota.
Vienen murmurando plegarias o maldiciones
y las dicen con tanta tristeza entre los labios.
Porque no hay nada que llene sus ausencias,
nada que llene sus vacíos
donde acumulan lágrimas, insomnios,
conjeturas, ilusiones, rumores, ruidos,
espectros, luces que pasan de largo
y otros rostros diferentes
que nada tienen que ver
con los que ellos buscan en vano.
II
He visto como algunos respiran en las madrugadas
escombrando todos los lugares:
casas abandonadas,
solares baldíos, riberas, basureros, parcelas.
Los ojos como llamas, las bocas como abismos
y el cuerpo,
todo el cuerpo como espada que se hunde
hasta la empuñadura
en la carne gris del alba.
Aún con tantos tajos y embestidas
los filos resplandecen
aunque de a poco se van mellando los aceros.
Una noticia, un comentario, un relato,
hacen que ellos vuelvan a la carga
y desenvainen la vida para la guerra
contra ese enemigo enorme
que es la ausencia.
No tienen treguas acordadas.
La derrota del hambre o el sueño
es la que solo un instante los sosiega.
Porque nada que sea posible
se escapa del fragor de sus anhelos.
Nada.
Aunque a veces sus facciones
desaparezcan de sus rostros
y sean solo fantasmas en busca de un espectro.
III
Los dolientes andan memoriosos.
Cualquier recuerdo los apremia:
un domingo de sardinas, una tarde de cervezas,
un balón, un triciclo, una muñeca,
les trae a la memoria
cuando eso tan simple era el imperio de su dicha.
Todo lo recuerdan cuando pasan otra vez por la Alameda
pero ahora buscando en los escombros
para encontrar algo, lo que sea,
que guarde el eco de los ido,
que tenga el sabor de lo que fueron.
Aunque sea algo sencillo, algo inservible:
la envoltura de una golosina,
una botella rota,
la cinta de un zapato, lo que sea,
que sirva de chispa para prender
la yesca del recuerdo
que traiga un instante a los perdidos.
IV
Algunos dicen que han encontrado a otros
en unos nidos subterráneos,
húmedos y escondidos
donde se apilan sueños y dolores,
ropas y sombreros, gestos y silencios.
Ellos toman en brazos a los hallados,
acarician lo que queda de sus cuerpos,
sostienen sus cráneos entre las manos,
intentan oler su aliento, buscan
una palabra muda en el hueco de sus bocas,
una última mirada
en las cuencas de sus ojos.
Luego tocan las falanges que persisten,
buscan un tacto conocido,
alguna caricia antigua, rezagada.
Nada les resulta más eterno
que el instante en que logran darse cuenta
que el despojo que retienen
no es de aquél que ellos persiguen en las sombras,
al que esperan al borde de los días,
al que escriben cartas sin destino,
al que han calentado una y otra vez
y otra su plato de comida
esperándolo en vano a la hora de la cena.
V
Hablan los dolientes entre ellos.
Se cuentan historias que los animen
Para inventar otros métodos de búsqueda.
Cuentos alucinantes, historias de maravillas.
Dicen que del fémur de un perdido que era músico
Había nacido un framboyán,
Que de la lengua de un poeta
Brotó una bugambilia
Y que una jacaranda daba sombra
A la fosa donde encontraron
A un pintor.
Entonces la búsqueda cobra
Fuerzas nuevas y sus ojos van
Viendo más al cielo que a la tierra
Y bajo una fronda luminosa
Usan instrumentos de esperanza:
Palas, picos y sus manos,
Pero sobre todo, ansias y deseos.
Nada.
Nada, dicen cansados y tristes.
Nada, repiten mientras una lluvia de colores
Cae sobre sus testas alocadas.
Es cosa de seguir. Ellos lo saben.
Alguno de esos árboles iluminados
Será el señuelo de lo que buscan.
VI
Lo que antes era causa de espanto
ahora da ánimo a los dolientes.
El avistamiento de un espectro,
el ruido de metales,
el crujir de maderas
son elementos suficientes
para continuar la búsqueda indomeñada.
¡Por acá, por acá escuché un gemido!
Decía con júbilo el jefe de la pesquisa.
¡Por acá se escucha algo de ultratumba!
Todos van tras el espectro,
buscando su rastro entre la niebla,
llamándolo con salmos y conjuros
para que no desaparezca,
para que vuelva a este mundo,
para que esa alma en pena
los lleve con su imagen espeluznante
a la dicha inmensa de encontrar
un cadáver sin cristiana sepultura,
algún muerto sin deudos que lo encuentren.
Sin miedo hombres y mujeres,
ancianos y menores
hablan cuerpo a sombra con los fantasmas.
Es más fuerte la esperanza que el espanto.
VII
¡Ah si pudieran los perdidos
escuchar el llanto de los dolientes!
Si pudieran ver la pena,
si pudieran sentir esa tristeza,
si pudieran saber lo que sucede,
si pudieran vivir en esa muerte.
No hay insomnio que alcance
para pensar las cosas que entre ellos se dijeran,
las viandas, las bebidas y los postres
que se dieran unos a otros
alimentando la alegría.
Pero nada es posible en ese hueco
de lamentos que son sus días,
en ese error del tiempo que son sus horas.
Nada es posible más que el vacío.
No hay música hecha de silencio.
VIII
Veo esa turba de hombres fatigados
y entre ellos un ejército de ángeles abatidos
que ya no despliegan sus alas victoriosas.
Solo mueven con desgano sus caderas
caminando acompasados, ahítos de pena
y todos, como en una letanía,
leen en voz alta el manual de los perdidos
que sin embargo nada instruye
para los casos en que nadie, nadie, nadie,
encuentra a los que nadie ha visto.
Entonces lo que se oye
es la plegaria del doliente,
es el asombro en abundancia como un zumbido,
es un largo silencio efervescente,
es un silencio como anzuelo de la pena,
es un silencio vivo,
al que solo horadan las huellas
de esas botas que van llenas de lodo.
IX
Llenos de frío los vi en las madrugadas.
Rotos de hambre, rotos de fe.
las almas magulladas, los rostros transparentes,
más fantasmas que los aparecidos.
Iban y venían por las veredas, por las aceras,
por las azoteas, por los parques, por los panteones,
por todos los lugares por donde fuera posible
hallar algo ilusorio,
algo que mostrar a sus pupilas,
algo que insuflara un hálito de esperanza
que iba cada vez disminuyendo
en sus pechos carcomidos.
Así se iban apagando poco a poco
en un páramo de llanto,
en un pantano de tristeza,
en un desierto enorme de abandono.
Nada.
Nadie, nada, nadie, repetían
y repetían y repetían.
¿Quién iba a sacarlos del abismo?
¿Cómo traerían la vida de regreso
a esos opacos días que eran sus vidas?
X
Desde Palacio han encontrado el fin de las ausencias
promulgando la Ley de la Victoria
donde se ordena a todos los dolientes
no propagar que hay gente perdida sin remedio
en el suelo de la Patria.
¡Maldito sea el que lo divulgue!
Pues en la Patria solo se vive en paz
y nunca pasa nada extraordinario. Está mandado.
El que ose insinuar siquiera que uno de los suyos
no ha vuelto a la casa en muchas noches
será condenado al olvido,
a la hoguera de hielo del silencio.
Llámese de inmediato guerrillero,
mentiroso y enemigo de la Patria.
Aquí nadie se pierde. Aquí nunca pasa nada.
Apruébese. Decrétese y Cúmplase.
Un sello oficial y una ostentosa firma
derogan para siempre a los perdidos.
Aprobado, decretado y cumplido.