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viernes, agosto 23, 2024

RECUERDOS PARA SIEMPRE

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PORMARISOL VERA GUERRA

Mi papá tenía la casa llena de libros, era músico, orador y maestro de inglés; debo decir que también un gran bailarín (aunque ninguno de sus hijos heredó ese talento): tenía una gran intuición para bailar vals, danzón, cumbia o twist, creo que lo que le pusieran. Siempre quiso publicar un libro, pero aunque yo llevaba como 15 años diciéndole que me diera su manuscrito y él cada vez me decía que «ahora sí, ya casi lo tenía listo», nunca me lo dio. La última cosa que me dijo antes de perder su capacidad de hablar, hace unos meses, fue: «ya tengo mi libro, quiero que me ayudes a publicarlo». Luego estuvo durante horas divagando entre sus memorias de cuando fue a Los Ángeles, en los setenta, «para aprender bien el inglés», y la Poética de Aristóteles. 

Es muy difícil entender el mundo sin él. Fue un gran padre para mí. Fue también la figura paterna de mis hijos. 

Lo recuerdo, en mi infancia, impecablemente vestido, muchas veces con traje y corbata, aprovechando cualquier ocasión especial (que para él, las ocasiones especiales ocurrían cada semana) para decir un discurso, escribir un acróstico, tocar la guitarra y cantar como Javier Solís o Agustín Lara. 

El momento más emocionante del día era cuando papá volvía del trabajo, yo esperaba junto a la ventana, como un relojito. Al oír el claxon de su auto, bajaba corriendo para subirme en el lugar del copiloto y entrar con él al garaje. El ronroneo del auto, la sensación de movimiento, el portón negro abriéndose, las llantas girando suavemente… ¡Entrar a la casa en su auto era como viajar a otro planeta! 

Yo no era una niña que pidiera demasiadas cosas, pero cuando algún deseo largamente formulado en mi cabeza quedaba expuesto, papá estaba dispuesto a cumplirlo, a diferencia de mi mamá que era la racional de la casa y priorizaba las «cosas útiles»; los zapatos que duraran más, los vestidos dos tallas más grandes para que los usara por más tiempo; el suéter más peludo para que me protegiera mejor de mis enfermedades respiratorias (que, habría que decir, las tenía todo el tiempo). Papá, por el contrario, parecía priorizar las cosas bellas, los sabores, las texturas, los colores adecuados; y los libros, aquello que «vistiera el pensamiento».

Uno de los libros que papá me regaló, en uno de mis cumpleaños, fue el de «Historia del tiempo»; yo se lo había pedido expresamente, y aún lo tengo en mi librero. En una ocasión pasamos horas buscando un oso de peluche gigante, para mi mala suerte no hallamos ninguno porque ya se habían agotado. Todavía sueño con ese oso imposible que mi papá me iba a regalar, uno grande, grandísimo, que me abrazara a mí.

*

El día en que presenté mi examen profesional de la carrera de psicología. Cuando los maestros nos dijeron que existía la opción de examen «abierto», yo me lo tomé literal (como muchas cosas en la vida social), me encantó la idea de presentar un examen en la explanada de la universidad, como si fuera un reality. Para mi gran confusión y decepción, resultó que el «examen abierto» era en un salón cerrado. 

Había empezado a hacer mi tesis desde el primer día de clases, porque estaba muy segura de lo que quería investigar: el proceso de recuperación de las adicciones, especialmente del alcoholismo. 

Cuando se acercaba la fecha del examen, como no aguantaba la ansiedad por presentarlo, fui a pedirle a la directora que me lo adelantara por favor. Me miró como si le hubiera pedido una cosa insólita. «Nadie nos había pedido eso, normalmente todos quieren aplazar su examen, no adelantarlo». 

Finalmente, a mi «examen abierto» entraron mis papás. Papá dijo que le había gustado mucho escucharme. Yo me sentí feliz, lo que más anhelaba en aquella época era que él se sintiera orgulloso de mí.

*

Cuando era pequeña me pasaba muchos días en cama. Era una niña frágil y enfermiza, me hacía daño el polvo, el sol, la lluvia, el viento, ¡bueno…! Con todo me daba fiebre, tos, dolores de cabeza, náuseas, mareos. El hospital del ISSSTE era uno de mis destinos frecuentes. Una de esas veces en las que estaba enferma, papá me regaló unos ratoncitos dentro de un recipiente de plástico, «para que me hicieran compañía», una mamá ratona con sus tres hijitos. Pasé muchas horas fascinada mirándolos. Siempre los tuve como algo sagrado, en contra de mi costumbre de sacar de inmediato todos mis juguetes de su empaque, nunca abrí este recipiente. Sentía que allí dentro mis ratoncitos estaban protegidos del mundo, que era tan difícil, tan lleno de virus y de pesadillas, porque yo era una niña ansiosa con trastornos del sueño a la que le costaba trabajo relajarse. 

Al cabo de los años, décadas… el plástico se fue rompiendo y amarillando, hasta que se degradó tanto que dejó al descubierto a la mamá ratón, quien me mira desde ese túnel del tiempo, como diciéndome: «Hemos crecido. Ya estamos listas para salir».

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