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viernes, julio 26, 2024

DEL DÍA A DÍA

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POR MARISOL VERA GUERRA

* Encima de mi refrigerador están tres fotografías, en una aparece mi abuela Eusebia, el día en que cumplí mis quince; en la otra estoy yo,  una tarde hace 18 años, en Tampico, y en una miniatura estamos juntas, mi abuela y yo, hace 16 años, en la casa de mis padres. Bueno, también un dibujito que hizo Latika y una muñequita de resina que me regaló una amiga poeta. 

Como soy propensa, en la vida cotidiana, a inventar relatos protagonizados por mis familiares muertos, yo misma y algunos personajes históricos, tengo la costumbre de decirles a mis hijos que la de la foto de la derecha es «la tía Anastasia». La referencia es a la hija del último zar de la monarquía rusa, les he contado a mis hijos cómo de niña leí su biografía, cómo me conmocionó y lloré muchísimo por su muerte, como me decepcionó la versión de Disney en los 90, cómo hasta ahora no he podido quitarme de encima las imágenes que mi mente infantil se hizo de ella hace bastante tiempo. 

El nombre de Anastasia sale a relucir a cada rato en mis conversaciones, cambia de escenario y de cuerpo, de biografía y de estado vital: muerta-viva. 

En el relato del refrigerador, la tía Anastasia vivó a inicios del siglo XX en Tezizapa, una comunidad nahua de Chicontepec, era la hermana mayor de mi madre y tenía un carácter melancólico (contrario al que habría tenido la princesa rusa, según los registros: más bien vivaz, alegre, desobediente y traviesa, lo que me recuerda a mi hija Latika). 

Un día dije que la tía Anastasia había muerto a los 25 años y no sé si lo hice con demasiado realismo o exceso de naturalidad, o es que ya se había vuelto un personaje tan vivo entre nosotros que mis hijos se pusieron serios. Luego de la seriedad vino un ataque de risa. Les digo que este hábito de ficcionar me viene del lado materno: mi mamá era propensa a contarme su vida como un cuento de hadas donde había curanderas, zopilotes, duendes, un demonio cabalgando por las noches con pezuñas ruidosas, y no un paladín sino una heroina que lograba vencer todos los peligros.

En nuestras conversaciones cotidianas se cruzan por igual Benito Juárez, Alejandro Magno, Rasputín, el tío Juan (cuyo fantasma atravesaba el pozo de luz y no me dejaba dormir), Kalimán, Hitler, Spiderman, Marie Curie, la abuela Eusebia, el gato Misifuz, Batman, Terminator, el gato de Schrödinger, el gato Salem que enloqueció un día y se comenzó a aventar contra las ventanas, la gata Clovis que tenía ojos azules y cuyos arañazos (era un poco brusca jugando) aún son visibles cerca de mi rodilla. En mi mente el universo es una masa dúctil en la que todas las historias son posibles.

* A finales de 2017 yo llevaba varios meses desconectada de mí. Cuando he enfrentado eventos traumáticos mi cuerpo reacciona paralizándose: no corro, no grito, no lloro, no llamo a nadie. Solo me vacío… me quedo dentro de una cápsula hasta que puedo, poco a poco, enfocar mi mente hacia el mundo. Entonces mi cerebro se pone hiperfuncional para resolver problemas, especialmente los problemas de los demás, toda mi energía se dirige a proteger a mi manada. En ese momento hago alguna llamada concreta, actúo como un cirujano con el bisturí, con precisión. Pero las emociones están apagadas. Me siento poco menos que un robot aunque por fuera puedo tener la misma cara de siempre, la misma expresión de ¿serenidad? 

Puede parecer algo malo, pero de no ser por este bloqueo no habría podido salvarme en más de una ocasión. No es algo que yo elija, mi cerebro reacciona así. Sin embargo, si este bloqueo se mantiene demasiado tiempo, va devorando la vida psíquica, se va comiendo mi alma.

En 2017 escribí #SiLaMuerteSeEnamoraDeMí (He publicado muy pocos de los poemas que escribí en ese año). Tenía que leer lo que yo misma había escrito para darme cuenta de lo que estaba sintiendo, era como ver a un personaje en una cinta de video. 

Un día, el reproductor automático de YouTube me puso esta canción (Feel So Different). Nunca me había detenido a escuchar a Sinéad O´Connor. Y espontáneamente comencé a llorar, como si la melodía fuera recableando los hilos emocionales y me volviera a construir: una mente nueva, un alma nueva. Desde entonces esta canción se volvió, para mí, una suerte de amuleto, una pócima, algo que no puedo nombrar con palabras…

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