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viernes, julio 26, 2024

POEMAS DE ÉSTE VIAJE

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POR AUSENCIO MARTÌNEZ LUCIO

*

No supe qué decir, sólo crucé la calle y subí a ese artilugio que me acompaña desde hace varios años. 

De esa manera mimetizado, dejé pasar largos segundos antes de girar la llave.

Nadie me siguió (nada) 

A no ser esa palabra que pronuncio siempre que parezco desolado.

Como para no dejar cabos libres, miré por el retrovisor. Un manojo de recuerdos mal ocultos iban quedando pequeños a más.

*

Subo a ese tren de vagones derruidos, como la memoria de los que viven al día.

Asomo por ventanilla quejumbrosa y fisgo el paisaje de buganvilias marchitas. Pronto lloverá, pienso, (Aunque llueve) y me descubro en un piso cenagoso, con los pies descalzos y mis dedos aferrados en asientos contrapuestos.

Una voz me llama con la dulzura de hace medio siglo (Ya voy mamá) y me llega el aroma de aguamiel y cazuelas en la hornilla.

Avanzo entre la trafaga de un sueño surrealista, oigo risa de muchachas y barullo de bares en desvelo. No viene la bruma ni destello de luciérnagas, no vienen las piedras de aquel callejón que siempre han estado bajo mis pies flotantes. 

Es un vagón extraño en el que ahora viajo. 

Pronto lloverá, pienso (Aunque llueve)  

Los humedales ahora se han vertido en ríos interminables.

*

Uno toma por asalto a octubre con la esperanza de haber dejado lejos el verano, pero aquellos días vuelven, van y vienen según la tibieza de nuestro corazón.

La nostalgia entonces toma forma de muchachas con el pelo enmarañado y ojos que miran de tierna manera un horizonte remoto a más con el paso de los años.

 Uno mira los estragos del amor en las pupilas del espejo y aun así rebrota en el tejido marchito la hoja que apenas va cayendo.

 Qué ganas en ese momento de volver a decir   ‘te amo’   pero la vida es tan simple y traviesa que de manera esporádica nos aplica zancadillas y caemos de bruces. 

Y la palabra nuestra se va botando entre las piedras.

*

Nunca me asustaron los relámpagos ni la penumbra después de la luz.

Creí muchas veces, bajo la lluvia, ver fantasmas. Y a menudo conversé con ellos, entonces, abre la ventana, madre. 

Estoy harto de la completa oscuridad, no te preocupes por la brisa que pueda humedecer mis huesos, o que uno de tantos rayos electrice mi corazón. 

Abre la puerta, madre, para que irrumpa ventisca y ahuyente las hormigas que han mordido mis pies toda la tarde.

Abre mis ojos, madre. Quiero ver cómo se agitan los árboles de gozo y guardar esa instantánea como algo muy preciado en el álbum fugaz de la tirana vida.

*

Esa tarde no podía saberlo, pero mucho tiempo después recordaría el momento en que fuimos hasta la puerta de aquel templo y penetramos contando cada paso, cada respiración, cada temblor de manos húmedas.

Hicimos el ritual de las parejas que se aman. Dentro de aquel templo dijimos lo que tantas veces habíamos declarado en el silencio bullicioso de nuestra juventud.

No soy dado en hablar después de una tragedia. Lo digo ahora porque de pronto me doy cuenta qué imposible es olvidar aquello que nos marca.

¡Ah, las dunas en los ojos!

Ah, los besos de piña y el sabor a brisa marina en su piel.

Mucho tiempo después me queda la noción de las palabras pronunciadas por el sacerdote: algunas oraciones se pronuncian en el alma y se cantan con el corazón.

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