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Ciudad Mante
martes, octubre 22, 2024

ÍBAMOS A PIE

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POR CARLOS ACOSTA

Ella y yo bajamos del camión de pasajeros. En el oriente se veían las primeras luces del día. En esta ocasión no lo hicimos en la Terminal de autobuses, sino en una parada que pedimos a la entrada de la ciudad. Era el punto en donde se cruzan la carretera que viene de Antiguo Morelos con el primer bulevar, entonces en ciernes, al sur, de El Mante.

Mi madre andaría en sus treinta y tres, era delgada y bajita; mientras yo, también menudo y de pelo rizado, pisaba el séptimo peldaño de lo que sería mi vida. Debíamos caminar hacia el poniente, algo así como un kilómetro. Veníamos al centro de salud. La disnea nocturna no me dejaba en paz. Ya llevaba varios días que no se iba de mi pecho. Con su mano suave y blanca, mi madre, me tomó del brazo. Miró una y otra vez hacia ambos extremos de la carretera asegurándose que no vinieran automóviles. Me indicó, sin soltarme, que ya podíamos cruzar.

Era una calle larga, angosta, sin banqueta y con grava. A un lado pasaba el canal de riego que hasta la fecha pervive. Me hipnotizaba la corriente de sus aguas, como hasta hoy me sigue sucediendo. Íbamos a paso rápido, pero aun así, yo no podía separar la vista de aquellas aguas. Mi madre no decía: de prisa, apúrate niño, se nos hace tarde. No, ningún apremio ni un regaño. Realmente, que yo recuerde, nunca fui un niño reprendido.

Más adelante nos encontramos con un perro de pelambre ocre y patas blancas. Se acercó a nosotros. Mi madre me cubrió, pero el animal era manso. Empezó a caminar, muy cerca, detrás de nosotros, como si nos fuera cuidando. Entonces yo no les tenía miedo a los perros. El miedo me vino después, cuando crecí y un canino mordió a mi hermano menor. No obstante, ahora, casi mil años después, he recuperado la gracia de hacerme amigo de los cachorros.

Después de una caminata que me pareció muy larga, por fin llegamos. Esa distancia, ahora, con canal de riego arbolado y calle pavimentada, la recorro, en auto, en dos o tres minutos. Aquella vez, por efecto del ejercicio, se había recrudecido la disnea. Así que nos quedamos otro buen rato, de pie, en la banqueta. Mi madre me sacó plática de la pequeña cascada y el angosto puente de la parte del canal que nos quedaba en frente. Es un sistema de riego que viene de un gran río, dijo como si elevara una oración o diera las gracias al cielo. Desde entonces siento que me une un lazo, desde el terreno de los afectos, con los ríos y sus aguas. A ese momento, también debo el coraje y la tristeza cuando veo arroyos o ríos muertos.

Una vez recuperados de la caminata, entramos al centro de salud. Antes de hacerlo me acomodó el cabello y arregló mangas y cuello de la camisa. Me ajustó el cinturón de los pantalones. Allá adentro sucedería el milagro. De eso estábamos seguros. Hallaríamos, en

especial ella, pero también yo, la alegría de los latidos cardíacos rítmicos, la voz no entrecortada, y el ritmo respiratorio pausado y sereno.

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