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viernes, julio 26, 2024

INSURRECIÓN DE LOS SUEÑOS

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Por: CARLOS ACOSTA

He salido a caminar otra vez. Hace tiempo que no lo hacía. La tarde es fresca, el cielo, alto, nuboso. A lo lejos, en el poniente, colores rojizos despiden al día. Hay un viento leve que pasa y vuela de la cabeza pensamientos nocivos. Un paso, otro y muchos más, definen una vereda imaginaria que pertenece solo a estos pies. En un abrir y cerrar de ojos, la penumbra se hace presente y toma por asalto las calles y el horizonte. Aparece entonces, por el oriente, una luna redonda, grande y cobriza que parece adivinar lo que uno va pensando. Este hecho de salir a caminar cuando la tarde termina es algo simple. A un lado de noticias que dan la vuelta al planeta en apenas unos segundos, qué va a hacer la caminata vespertina de un hombre anónimo en una ciudad al sur de un estado al norte del país. Inimaginable ponerse a la par de un marcador de futbol en la copa del mundo, de la violencia perversa que inunda el país, de los desastres ecológicos que atosigan al planeta. Y, sin embargo, en su bendito anonimato, es lo único que aporta cierto respiro que amaina –lo que ninguna noticia televisiva logra– la tormenta interior que uno es. Vivan pues las caminatas anónimas, esas de cuarenta minutos, sin prisa, por el simple gusto de vivir.

*Quien estará conmigo en todo momento y en cualquier lugar, seré yo mismo. Luego entonces, merezco el mejor trato que pudiera darme. La sonrisa del espejo, el perdón de los errores, el amor a los recuerdos.

Quien me ayudará con la próxima respiración y los latidos del pecho hasta en final, he de ser yo. Cómo entonces no quererme a rebosar, cómo no ser consecuente y solidario con ese hombre que se me vuelve universo pupilas adentro.

Brindo pues, ante este amanecer frio y sin sol, de nubes bajas y neblina espesa, por todo lo que incluye este cuerpo delgado y liviano, frágil y aguantador, desde la punta de los cabellos a la punta de los pies, incluyendo desde luego, el infinito interior.

*En estos días de fin de año, mi mujer se propuso pintar la casa por dentro. Usó colores varios y combinados de tal manera, que es un gusto sentarse en la sala y contemplar la nueva vista que muestran las paredes.

Hoy, luego de permanecer un buen rato en contemplación, he pensado que también, para uno, es importante pintarse el espíritu con colores de amabilidad y reconciliación, en general para con los demás, en especial consigo mismo.

Y entrar en el propio cuerpo, vía las pupilas desde luego, y sentarse un buen rato a la orilla del corazón y contemplar sus paredes pintadas de entendimiento y perdón, en general con los demás, en especial con uno mismo.

*Julieta:

Tu bisabuelo Jacobo, mi padre, fue cantor de serenatas y en cantinas por más de medio siglo: ese fue su oficio de vida. Yo, acuné por primera vez una guitarra en las rodillas siendo niño y desde entonces no la he dejado.  Tu papá, Ricardo, toca guitarra y canta desde que entró a la escuela secundaria y es fecha que lo sigue haciendo. Por tres generaciones ha sido una de nuestras maneras de ser felices.

Y ahora, tú multiplicas a la enésima potencia esa felicidad. Lo haces a tus nueve años, cuando cantas en la primera fila del coro escolar y cuando has pedido como regalo decembrino, una guitarra. Verte hacerlo y escucharte cantar, ha generado en mi interior una avalancha de emociones, bellas cual más, bienhechoras cual menos, a las que es imposible ponerles freno.

Te abrazo fuerte y siento tu alegre rubor apenas después de haber cantado o dado los primeros acordes en tu guitarra. Te miro y sé, a ciencia cierta, que la vida perfecta, esa que todo ser humano sueña, sí es posible. Y que aquí está. Con nosotros. Contigo. Conmigo. Entonces, un diluvio de gratitud inunda el universo, incluyendo, desde luego, a tu bendita infancia y a todas, a cada una, de las miles de millones de células que me habitan.

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