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viernes, julio 26, 2024

CARNAVAL SALVAJE

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POR: RODRIGO BRONDO

En la escuela pública nos plasmaban frente a un pedazo de tela, lo debíamos saludar; luego aparecían los himnos, los coros, los cantos.

Nos imponían la línea recta. Nos asignaban las estaturas desiguales, el mantener la distancia de un brazo lateral y otro frontal, en silencio; barbilla levantada, ojos abiertos, oídos alertas para recepcionar mediante los conductos sanguíneos la vibración de palabras sin sentido.

Nos confrontaban con datos turbios por ilustradores, por imprentas malamente ganadoras de concursos gubernamentales. Ellos eran los participantes, los jueces y los ganadores.

Nos vestían con uniformes oficiales vendidos por la Directora de la escuela (Ella sería la única beneficiaria, ella sabía nuestros datos al inscribirnos en una institución pública, ella los utilizaba para llegar a nuestras casas con una sonrisa cínica).

Nos obligaban a usar zapatos boleados y plantar la cara frente a un sol implacable de lunes por la mañana. Mano al pecho para honrar la memoria de un conjunto de figuras desconocidas, con acciones dudables, con una idea de patriotismo de lámina de 10 pesos, humedecida en las fechas conmemorativas del periódico escolar.

Nos invadían con todas esas luces estroboscópicas de personajes y números para terminar por marcar el paso en secuencia militar, con el agrio sudor en los ojos, con la piel ardiendo a semejanza de la gracia de Dios y manteniendo el compás de la bocina reventada que emite “La marcha de Zacatecas”.

La música era señal para ser acumulados en salones que superaban sus capacidades, para ser el descargue de los estados hormonales de una torturadora con cuatro plazas de maestra.

Me golpeaba con un metro de madera en las palmas de mis manos hasta sentir como su vocación de profesora era mayor que mi amor por escribir cuentitos. Me golpeaba las manos con un borrador de madera hasta volver rojas las palabras que escribo. Pude sentir como su metodología didáctica de la enseñanza jalaba de mis orejas, pude sentir como sus esquemas conceptuales levantaban con fuerza los vellos de mis patillas.

Me llamaba con apodos y luego les contaba a todos mis compañeros, invadida de alegría que sus ex alumnos regresaban para agradecerle que los convirtiera en “gente de bien”. Marionetas deformes de luz que cuelgan electrocutados en el ladrido de los perros.

Todo a esta edad suena ridículo. Un afamado escritor local dijo que escribo con odio. Debo mostrar mis manos.

Cuando trabajé en el Ministerio público, recuerdo:

Una madre baña a su bebe en una cubeta, él bebe se le resbala, se golpea en la cabeza y muere al caer al agua.

Un señor le dice a su hija que le pintará la casa, la hija para ayudarlo le dice que sí. Este se dispone a pintar con brocha, sube a la escalera de tijera, se le mueve al tercer escalón y se desnuca.

Unos enamorados discuten, beben unos tragos, esnifan y decide el sujeto que es buen momento para estrangularla. Se da cuenta que tarda mucho para dejarla sin aire y decide aplastarle la cabeza con el filo del escalón.

Unos primos se ponen a jugar luchitas y uno le hace una constricción de piernas a su consanguínea, le rompe la tráquea. Termina matándola.

Un sujeto muere de rodillas. Esto ocurrió entre unos arbustos al margen de la laguna Chairel. Hizo mucho frío, lo encontraron una semana después.

Un muchacho se deprime la primera noche que pasa encerrado, se cuelga con la camisa amarrándola a una reja.

Un policía viaja sentado en el estribo trasero de la camioneta oficial, pasan un tope y sale volando, se desploma de cabeza. El que conducía era su hermano.

Un violento asaltante paga fianza, será puesto en libertad. Es llevado a los separos para firmar. En el trayecto la patrulla cruza una luz roja y choca, se le incrusta una lámina en el pecho y muere desangrado.

Unos civiles armados viajan en un vehículo, los intercepta el ejército en plena avenida Hidalgo, comienzan el tiroteo, descienden del vehículo, disparan, deciden regresar al vehículo, todos mueren adentro.

Aparecen un montón de partes de cuerpos humanos en un solar baldío, ninguna parte corresponde a ningún cuerpo.

Vamos a ver unos tambos en Altamira con familias calcinadas.

¿Cómo cuantificas la ceniza? ¿Cómo cuantificas el carbón al rojo vivo? ¿Cómo le preguntas al polvo si está vivo, si está realmente vivo y si realmente tiene algo de vida?

Rojas son mis manos que te arrullan, rojas son mis manos que te contorsionan, rojas son las yemas que sienten tus contracciones, rojos son mis dedos que mantienen sostenida esta nota, rojo es el color.

Nos enseñan los educadores a ser destacados por tener pésima memoria, nos enseñan a ser notorios por decir estupideces. Nos enseñan a convertirnos en una imaginaria costra de humo y ser el silenciador en los truenos de la metralleta en un cuento de hadas. Nos apartaban de afrontar el vacío. Nos apartan de salir al tropiezo de la Nada.

Y nos vamos con todo eso, y después quieren que actuemos con naturalidad, y esperan a que sonriamos y vivamos una vida normal, abrazados a la idea de que nuestra sangre mestiza es representada por el color de un pedazo de tela.

Y nos vamos con el milagro de que toda la vida está escrita o que la vida fue decidida por un viejecito en túnica sobre una nube que no lleva calzones. 

Y nos vamos repitiendo datos inútiles de un poema enardecido sobre refranes populares.

Y nos vamos sin darnos cuenta que la quimera está despedazando el fuego de nuestra especie, y nos vamos callados fomentando a la rapacidad, a la perfidia y el aplastamiento del albedrío. Mirando a los perversos como titanes por entregar y aceptar disfraces. No se dan cuenta que se hieren y aniquilan las fibras más sensibles de su espíritu, no saben que es amar, no saben amarse. No despiertan del sueño de la Muerte…

Ricardo Garibay, cuenta que dos tipos están bebiendo en una cantina, uno le dice a otro: “Compadre, vamos a matarnos”, el otro asiente, van al baño, sacan pistolas y se matan.

Al final seremos una caja musical, una caja musical de polvo.

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