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viernes, julio 26, 2024

MI PRIMERA LIBRERÍA

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POR: CARLOS ACOSTA

Tenía diecisiete años y una ciudad que cabía en mis manos. En esa ciudad pequeña, había una librería. Una sola. Se encontraba en la calle principal, frente a la plaza. Un día, mientras caminaba sin propósito y sin rumbo, pasé frente a sus aparadores. Algo hasta entonces desconocido me hizo detenerme. Vi los estantes que mostraban los libros al público. Me interesó. En aquella edad, lo recuerdo bien, había empezado a leer algo más que textos escolares. Estuve un buen rato mirando los títulos de los libros. Luego, empujado por una fuerza que en aquel tiempo desconocía y que con los años habría de crecer en mi interior, entré.

El ambiente era silencioso, no como en una biblioteca, pero era silencioso. El olor a tinta y a libros nuevos impregnaba el ambiente. Respiré hondo y desde entonces, supe que aquel olor sería un detonador de un sentimiento muy parecido a la felicidad.

Saludé a una señora que era la encargada. Buenas tardes. Pase usted ¿Busca algún libro en especial? No, gracias, solo quiero ver. La sinceridad de mi respuesta pareció caerle bien: puede ver lo que guste, agregó al tiempo que mostraba una cálida sonrisa.

Empecé a ver, uno por uno, cada libro. Descubrí algunos títulos que llamaban la atención. El profeta, de Gibran Khalil, Cien años de soledad, de García Márquez y un ejemplar, de pasta dura, de Las mil y una noches. Me acerqué más y con cierta prudencia, tomé un libro. Miré a la señora encargada, como para ver si estaba yo haciendo algo indebido, pero ella estaba atenta en algunas notas que revisaba y no dijo nada que me detuviera. Así que ahí, de pie, abrí el libro y me puse a leer. Leí una, dos, tres páginas. Los minutos pasaban, largos y lentos, y mientras más leía, menos pasaba por mi mente dejar de hacerlo. Para no hacer el cuento tan largo, debo decir que aquel día, leí todo el primer capítulo de Cien años de soledad. Cuando me di cuenta, había pasado más de una hora. Cerré el libro y lo volví a dejar en el lugar que le correspondía. Con cierta pena, dije, gracias, hasta luego. Gracias, contestó la señora, vuelva cuando quiera.

Aquellas palabras, quizás dichas por cortesía y que tal vez las decía a todos los visitantes, a mí me parecieron una clara invitación. Movieron de verdad, mis ganas de, en breve, regresar. Así que, al otro día, desde muy temprano, en casa, ya quería que llegaran las diez de la mañana para ir a la librería. Apenas llegó la hora, enseguida fui. Me era fácil llegar porque, en aquellos años, mi familia rentaba una casa en pleno centro de la ciudad, así que el recorrido lo podía hacer a pie.

La segunda vez entré todavía con cierta reserva, pero la sonrisa amable de la encargada lo resolvió todo a mi favor. Buenos días, dijo, pase. Fui a dónde estaba el libro que había empezado a leer el día anterior y lo retomé en el segundo capítulo. Lo leí entero de un tirón. Ahí, de pie, en la librería. Me di cuenta de que otras personas entraban y algunos, incluso, compraban algún libro. Yo seguía absorto en la lectura. En mi caso, yo no compraba el libro por la muy simple razón de que, en casa, aunque teníamos un techo y comíamos tres veces al día, dinero para libros, la verdad, no sobraba. Así que aquel segundo día, leí también el segundo capítulo de aquella novela que, con los años, se iba a convertir en mi primer libro, más allá de los escolares, que pude leer.

Después, mis visitas a la librería se hicieron cotidianas. Iba todos los días. Incluso cuando alguna vez que, por tareas escolares o causas familiares, no asistía, la encargada decía, ayer que no vino le puse falta. Me caía bien que ella lo tomara de esa manera. Y esa fue una de las causas, puedo decirlo ahora que han pasado tantos años, por la que siempre volví.

Nunca supe el nombre de la encargada de la librería. Eso es tener diecisiete años. Vivir una vida sin formalidades ni nombres, ser por primera, y quizás única vez, libres. Con el paso de más días y meses, llegó el momento en que debía emigrar a la capital del país para continuar los estudios universitarios. Dejar mi ciudad me llenó de nostalgia, es cierto, pero lo que agrandó ese sentimiento agridulce de desarraigo, fue sin duda el hecho de ya no poder volver, día con día, mes tras mes, a la librería.

Aquella noche, cuando el ómnibus en el que viajaba, pasó a poca velocidad frente a la librería, rumbo a la Ciudad de México, me entró un sentimiento de tristeza y alegría. Alegría, porque iba con los sueños universitarios en el corazón. Y tristeza, porque dejaba atrás aquel lugar en donde inicié uno de los vicios que me ha perdurado todos los años, y ha hecho que mi vida sea mucho más llevadera: leer, leer y leer.

Texto traducido al italiano y publicado en la revista HERODOTO108 del otoño de 2022

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